Pell, la pedofilia y la justicia

El Cardenal George Pell ha sido absuelto por unanimidad de los cargos que se le imputaban y por los cuales llevaba más de un año preso. El Tribunal Supremo de Australia, por siete votos a favor y ninguno en contra, lo ha declarado inocente, señalando en su decisión que “existe una posibilidad significativa de que se haya condenado a una persona inocente, porque las pruebas no eran suficientes”. Pell, absuelto de sus cargos, abandonó la prisión y se ha ido a vivir junto a un monasterio cerca de Melbourne. Con grandeza de ánimo declaró al salir: “no guardo rencor a mi acusador, y no quiero que mi absolución añada más dolor y amargura al dolor y amargura que tantos sienten.”

Pell se une así al no pequeño grupo de personas inocentes que han sido condenados por la imperfecta justicia humana. Esa justicia que, aunque en teoría tiene una venda en los ojos, muchas veces se la levanta, para ver con un ojo a la parte que desea favorecer. En el caso de Pell fue patente la desigualdad procesal que afectaba a la ley. Mientras que Pell se convertía en escarnio público y era vilipendiado, dado por culpable cara a la opinión pública, nadie sabe quién lo acusó, pues goza del privilegio del anonimato, los medios no podían hacerlo público. En George Pell podemos ver a tantos inocentes que hoy en día cumplen sentencias por algo que no hicieron en las prisiones, no solo del tercer mundo, sino también del primero, como es el caso de Australia. Ya sea por irregularidades procesales, por carecer de un buen abogado, o por un cuatro convenientemente armado, muchos justos pagan por pecadores.

Pell se une también a la lista de todos aquellos que han sido “huéspedes” de una prisión por causa del evangelio. Comenzando por Jesucristo, que sufrió un proceso irregular y pasó la noche en prisión previo a su condena a muerte, siguiendo por San Pablo, que varias veces sufrió encarcelamiento en las terribles cárceles romanas, o San Pedro, cuya prisión todavía se puede visitar en los foros romanos. Más recientes, entre los beatificados, se encuentra el Beato Álvaro del Portillo, y entre los que se encuentran camino a los altares, Mons. Van Thuan. Es decir, la prisión es con frecuencia un medio del que se sirve Dios para purificar a sus elegidos o, visto desde otra perspectiva, del que se sirve el demonio, padre de la mentira, para causar vejaciones a los amigos de Dios. Pell entra así en el selecto grupo de los “confesores de la fe”, aquellas personas que, sin perder la vida, sufren vejaciones e injusticias por la causa de Jesucristo.

El caso de Pell pone en evidencia también, que no es función de los medios de comunicación hacer justicia; eso es labor de los tribunales. Muchas veces los medios condenan y absuelven según la opinión pública, la moda o la ideología imperante. En este doloroso caso, se parte de una base injusta, según la cual, el ministro de la Iglesia tiene que ser culpable de abuso sexual, y si no quiere ser condenado, debe demostrar lo contrario. Se subvierten así los principios básicos de la lógica y el derecho. Según las leyes de la lógica, es imposible demostrar que algo no existe, sólo se puede demostrar lo que efectivamente existe; según el derecho, lo que se debe probar es el crimen, no la inocencia. Pero la opinión pública, y con ella la gente, vive de escándalos, de dar por verdadera la peor opción, y si a ello se une una “servil servidumbre” a la ideología laicista en boga, que acapara diarios, series, libros y películas, los ministros de la Iglesia “tienen” que ser, sí o sí, los malos de la película.

Ahora bien, Pell sufrió una condena injusta, perdió más de un año de su vida en la cárcel por algo que no hizo. Pero, en este caso, lo más grave no era la prisión, ni ver interrumpida, injusta y definitivamente, su fulgurante carrera eclesial (era el número tres del Vaticano), sino lo horrendo del delito que se le imputaba. Una cosa es estar en la cárcel y otra, mucho peor, es ser acusado de violador de monaguillos. El que pese sobre la reputación de un hombre íntegro semejante sospecha, es sencillamente “un martirio espiritual”, algo insoportable. Doloroso también es que tu condena sea “escándalo mundial”, mientras que tu absolución pase desapercibida. Este sencillo texto busca contribuir para evitar que sea así.
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P. Mario Arroyo
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