Velorio virtual
Estas semanas me ha tocado participar de una serie de eventos tristes, dolorosos, y paradójicamente esperanzadores: los velorios virtuales. Son doblemente dolorosos, pues a la pérdida de un ser querido se une el dolor de no haberlo podido acompañar en sus últimos momentos, ni poderlo despedir como se merece. A veces se da la dramática situación de que una familia deja a su ser querido en el hospital, para recibir días después sus cenizas, y ni siquiera poder ahí darle las honras fúnebres apropiadas. La amargura es total.
En esas circunstancias, como paliativo al dolor y vivencia de fe, he tenido el honor y, ¿por qué no?, el gusto de presidir algunos velorios virtuales. En efecto, varios deudos creativos, intranquilos con dejar ir así, sin más, a su difunto, han metido un poco de creatividad al asunto y han organizado velorios vía Zoom. Fe y tecnología se dan la mano para unir en la oración a las familias y despedirse así del ser querido. En este sentido, las sorpresas han sido muchas, pues la participación ha sido desbordante, así como la actitud de oración. Nos unimos para recordar al ser amado, contar sus anécdotas, hacer su elogio póstumo y rezar por su eterno descanso. Al hacerlo, se brinda consuelo a quienes más están sufriendo la partida y el penoso proceso de la muerte.
Pero, además, las posibilidades tecnológicas permiten una participación más intensa en la ceremonia. En efecto, en algunos de los velorios he sido testigo de cómo se conectan simultáneamente, para orar y despedir al ser amado, personas desde todos los ángulos del planeta. Hace poco, por ejemplo, para el velorio de una persona en México, se conectaron familiares y amigos de China, Estados Unidos, Perú y no sé cuántos lados más. Era maravilloso escuchar los testimonios de todos, desde horarios y lugares muy distintos; eso habría sido imposible en una situación normal, pues los deudos que se encontraban en países diversos simplemente no habrían participado de la ceremonia.
La fe y la tecnología se dan la mano, y ambas se unen para unir a las familias entre sí, con su difunto y con Dios. El deseo de comunión que anida en el corazón humano es más fuerte que la adversidad y, con creatividad y fe, puede superar los obstáculos. La tecnología y la oración unen a quienes están distantes, pero la oración puede más, pues la tecnología puede comunicarnos con nuestros amigos y parientes en China, pero la oración nos pone en comunión con quienes ya están en el más allá.
Ahora bien, la dramática situación de quienes sufren en soledad sus últimos momentos, sin poder gozar de la compañía y el consuelo de quienes más quieren, así como la amargura de familiares y amigos por estar obligados a dejarlos partir en soledad, imponen una reflexión más profunda, de amplio respiro. El hecho de morir solos o no poder acompañar a quienes amamos cuando más nos necesitan, requiere una actitud orante y de reflexión. En el fondo nos enfrentan abrupta y descarnadamente frente a una realidad: cuando morimos, estamos solos frente a Dios. No importa que muramos en una tienda de campaña acondicionada para atender enfermos de COVID-19, o en nuestro lecho, acompañados por nuestros seres queridos. Cuando morimos, en realidad, respondemos al llamado de Dios. Él nos creó y Él nos llama; en Él tenemos nuestro origen, pero también nuestro fin, nuestra plenitud. Para que no nos agarre por sorpresa el hecho inevitable de morir cara a Dios, es menester aprender a vivir de cara a Él y no a sus espaldas.
La cotidianidad de la muerte, gracias a la pandemia, ya es parte de nuestra vida y nos invita a pensar en la vida eterna. La soledad con la que se enfrenta la muerte nos invita a buscar ya en esta vida la compañía de Jesús, que será el único que podrá acompañarnos en el difícil trance de la muerte, y ayudarnos a dar, confiados, ese gran salto. Al mismo tiempo, cuando nos vemos forzados a despedirnos a distancia de un ser querido, si nuestra unión no es física, sí es afectiva y espiritual, con el consuelo además de que, del otro lado, en comunión con Dios, encontraremos purificados todos los amores nobles de nuestra vida.
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P. Mario Arroyo
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