El camino de Santiago

En esta ocasión deseamos huir de la pesada rutina de las grandes ciudades, rutina pesada que nos asfixia, nos abruma y, por momentos, hace que nos desesperemos al ver cómo estamos rodeados por una sociedad totalmente deshumanizada.

Es por ello que invitamos a nuestros amigos lectores a que, cuando la Providencia se los permita, no dejen de recorrer un camino que habrá de marcarlos de por vida.

Nos referimos al “Camino de Santiago” que, en su versión francesa, se inicia en Roncesvalles, al pie de los Pirineos, recorre todo el norte de España y culmina en Santiago de Compostela.

Preciso será que demos algunos antecedentes.

Sabido es que, una vez que Nuestro Señor Jesucristo subió a los cielos, los apóstoles se repartieron por el mundo entonces conocido predicando el Evangelio.

A Santiago el Mayor le tocó la Hispania romana, allí anunció la Buena Nueva animado por la Virgen del Pilar, regresó a Palestina donde fue decapitado por órdenes de Herodes Agripa. Sus discípulos rescataron su cuerpo y lo llevaron a Hispania donde lo enterraron en un punto desconocido del noroeste español.

A principios del siglo IX, de manera milagrosa, un ermitaño descubre el sepulcro. Allí mismo se construye una ermita que pronto se vuelve iglesia y que va creciendo hasta convertirse en catedral.

Aquí lo admirable fue que, una vez que la Cristiandad tuvo noticia de que se había hallado el sepulcro del Apóstol, desde los más remotos rincones de Europa, empezaron a llegar peregrinos buscando venerar las sagradas reliquias.

Fue así como nació “El Camino de Santiago”, nombre que se da a las diferentes rutas que utilizaban los peregrinos para llegar a Compostela.

Durante la Edad Media, la más famosa fue la del llamado “Camino francés” que, como antes dijimos, se iniciaba en los Pirineos, pasaba por todo el norte y terminaba en Santiago.

Una piadosa tradición que se ha seguido durante más de un milenio y que renació con un vigor admirable, a partir de 1993, siendo arzobispo de Santiago monseñor Antonio María Rouco Varela.

Por eso es que -unos por deporte, otros por interés artístico, pero la gran mayoría por devoción- son miles los que, año con año, hacen el Camino.

Lo ideal sería hacerlo desde Roncesvalles, pero como no cualquiera cuenta con tiempo y recursos, muchos prefieren la versión reducida o sea aquella en la cual -tras recorrer un mínimo de cien kilómetros a pie- les permita obtener la deseada “Compostela” que es un diploma que acredita haber hecho el Camino.

Quien esto escribe -acompañado de mi esposa Olga y de mi hija Isabel- hizo el Camino en septiembre de 2010.

Hicimos la versión reducida o sea que partimos desde la población lucense de Sarria para, en menos de una semana, concluir en Compostela.

Nuestra impresión fue algo único y, si se quiere, indescriptible.

Aparte de las maravillas naturales con que a cada paso nos regala la multiverde Galicia, conforme nos vamos acercando a la meta, sentimos cómo algo muy superior se apodera de nosotros.

A lo largo del Camino, encontramos gente de todas las naciones, idiomas, costumbres y posición social. Todos ellos con la mirada fija en una ciudad: Compostela.

Unos van sacando fotos, otros haciendo amigos, hay quien se detiene en lugares de cierta importancia histórica y también hay -faltaba más- quienes en grupo van rezando el rosario.

Otros peregrinos pasan a nuestro lado en bicicleta o a caballo y, al hacerlo, suelen pronunciar un saludo muy especial que es el buen deseo con que se identifica a los viandantes: “¡Buen camino!”

Una aventura admirable que yo deseé llevar a cabo desde que era adolescente y que el Señor Santiago me concedió en plena madurez y cuando ya mis cabellos se habían teñido de blanco.

A lo largo del Camino -aparte de lugares históricos donde se dio la Reconquista- es posible admirar santuarios como es el caso de El Cebrero en donde, ante las dudas de un clérigo, la Hostia se convirtió en Carne cuando el oficiante incrédulo estaba consagrando.

Quien, en pleno Camino, se acerque hasta el Cebrero podrá observar cómo, después de siete siglos, aún se conservan las huellas del milagro.

Mientras se va caminando se va también meditando y, fruto de esa meditación, es entender como la vida diaria es también un camino que, querámoslo o no, habrá de conducirnos a la meta final.

Penalidades, sacrificios, oraciones, gestos de solidaridad con quienes vamos encontrando a nuestro paso, amistades que nacen, historias fabulosas que se escuchan, un verdor admirable que tranquiliza los nervios…

Todo, absolutamente todo, contribuye no solamente a relajarnos durante dichas jornadas sino a tener también una nueva visión de la vida.

Desde estas páginas, aprovechamos para invitar a nuestros amigos lectores a que -si las circunstancias se lo permiten- no lo piensen dos veces y tomen la decisión…

Desde ahora les aseguro que no habrán de arrepentirse.
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Nemesio Rodríguez Lois

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