Los gobiernos son corruptos desde antes de Cristo

William H. Peterson
«Cortesía de la Biblioteca Ludwig von Mises»

[Publicado originalmente como “The Taproots of Political Corruption”, en The Freeman, Diciembre de 1990]

¿Cuál ha sido el grado de corrupción política en nuestra historia escrita y cómo se originó? Una indicación de su grado y origen puede encontrarse en un libro escrito por H. J. Haskell y publicado por Alfred A. Knopf en 1939. El libro es The New Deal in Old Rome.

Haskell, periodista en el Kansas City Star, quedó al tiempo intrigado e inspirado a finales de la década de 1930 cuando junto a su esposa llegó ante el Pont du Gard, fuente y acueducto de piedra que se levanta 49 metros por encima del río junto a Avignon, en el sur de Francia. Este triunfo de la ingeniería y la arquitectura fue construido por los romanos hace unos dos milenios. Sigue en pie, testimonio mudo del genio de Roma. Pero también plantea la pregunta: ¿Qué pasó con la gloria que fue Roma?

El magnífico Pont du Gard fascinó a Haskell. Tal vez la fascinación fue del mismo tipo de la de Edward Gibbon cuando paseaba junto al Muro de Adriano, que señala la frontera y la línea defensiva del norte de la Roma británica. A Gibbon le hizo escribir la Historia de la decadencia y caída del imperio romano, apareciendo su primer tomo en 1776.

Volvamos a Haskell. Éste reflexionó sobre el posible significado del Pont du Gard y se preguntó: ¿Qué tipo de civilización había creado una estructura tan asombrosa, duradera y hermosa, que había sobrevivido mil años, y luego había desaparecido? Y además, el periodista estadounidense se preguntó: ¿por qué la desaparición? De vuelta a Estados Unidos, Haskell discutió estas cuestiones con Katharine Dayton, amiga y autora teatral.

Eran los tiempos de la Gran Depresión, el apogeo del New Deal, de enormes medidas intervencionistas tras la expansión de la Reserva Federal y la contracción de la oferta monetaria a finales de la década de 1920 y principios de la de 1930 y de los fallidos programas de la administración Hoover, siendo los más importantes la Ley del Mercado Agrícola de 1929, el Arancel Smoot-Hawley de 1930 y la Corporación Financiera de Reconstrucción de 1932. Pero en ese momento también se habían venido abajo varios programas del New Deal. La depresión seguía adelante, aunque FDR y su New Deal habían ganado en 1936 con una mayoría mayor que en 1932. Un enorme desempleo persistía año tras año e incluso aumentó en 1938.

Miss Dayton contó a Haskell su conversación con el eminente historiador de la antigüedad y arqueólogo James Breasted poco antes de que éste muriera. Le había preguntado si había descubierto new deals en el mundo antiguo. Él respondió: “Sí querida, he descubierto al menos una docena”.

De ahí la referencia al New Deal en el título del libro de Haskell. En él argumentaba, al igual que Gibbon, que no fue la fortaleza de los invasores germánicos lo que hundió a Roma, sino la corrupción moral y económica de la Ciudad Eterna. Haskell sostenía que la corrupción apareció a partir de un patrón de mayoritarismo (populismo) e intervencionismo (amplia interferencia pública en un sistema de mercado).

Esas interferencias se ven en los equivalentes romanos de, en términos del New Deal, un Comité para la Conciliación de la Deuda Agrícola, una Administración de Reasentamiento, una Administración de Obras Públicas, una Administración de Alivio Alimentario, una Corporación de Préstamo a Dueños de Viviendas, un granero comunal y así sucesivamente.

Este popurrí de medidas intervencionistas, que se resume frecuentemente por parte de los historiadores de Roma como “pan y circo”, llevó a Roma, sostiene Haskell, a la amoralidad, mayores intervenciones, más corrupción, estallidos de inflación y finalmente a un Estado totalitario, contribuyendo todo a la decadencia y caída de Roma.

¿Amoralidad? Adviertan cómo Mises apela igualmente a “los patrones de moralidad” al hablar sobre Roma en La acción humana:

La maravillosa civilización de la antigüedad pereció porque no ajustó su código moral y su sistema legal a los requisitos de la economía de mercado. Un orden social está condenado si las acciones que requiere su funcionamiento normal son rechazadas por los patrones de la moralidad, son declaradas ilegales por las leyes del país y son perseguidas penalmente por los tribunales y la policía. El Imperio Romano se desmoronó porque le faltó el espíritu del liberalismo y la libre empresa. La política de intervencionismo y su corolario político, el principio del líder, descompusieron el poderoso imperio, ya que necesariamente desintegran y destruyen siempre cualquier entidad social.

Un mensaje de indicaciones incorrectas

El periodista Haskell observaba que había mucha amoralidad, si no es que inmoralidad, en el mayoritarismo e intervencionismo romanos. En este sentido, ver sus referencias al Manual de política de Quinto Cicerón, hermano pequeño del gran Marco Cicerón (A.C. 106-43), líder en el Senado romano. Marco se presentó al consulado romano en los últimos tiempos de la República y Quinto evidentemente pensaba que su hermano tenía demasiados principios, demasiado poco conocimiento de las enrevesadas maneras políticas, como para ganar. Por tanto, aunque su mordaz Manual estaba dedicado a Marco Cicerón (igual que Maquiavelo dedicó su manual similar sobre política, El príncipe, a Lorenzo de Médicis, de Florencia), su mensaje de indicaciones parece atemporal (relevante para los políticos maquinadores de hoy, unos 2,000 años después), así como propicio para la corrupción.

Mira, decía Quinto a su hermano, como senador y abogado ilustre, con muchos casos de éxito en tu haber, recuerda a tus clientes tus brillantes servicios y cobra tus pagarés políticos. Asimismo, como también votan los ciudadanos en distritos periféricos, haz una gira, saluda a tus electores rurales, deséales felicidad, familias felices, largas vidas, buena salud, buenas cosechas y, por supuesto, pídeles que voten.

Y, por supuesto, también a los ciudadanos urbanos, besa bebés, abraza ancianas, sonríe en público, aprieta manos, palmea espaldas, cuenta chistes y, sobre todo (o por debajo de todo), consigue votos, la razón de ser del político. Di a los ciudadanos, en la ciudad y en las regiones periféricas, que son la sal de la tierra, la fuerza del país, el pueblo elegido por Dios. Diles cualquier cosa.

Haz que sepan personalmente, Marco, lo mucho que los admiras y valoras su consejo, su amistad, su afecto… y su voto. Es decir, adula a los votantes, dórales la píldora, juega al juego. Como escribía Quinto a su hermano, citado por Haskell: “Uno tiene una gran necesidad de maneras halagadoras, que, aunque puedan ser erróneas y vergonzosas en otros aspectos de la vida, son indispensables para conseguir el cargo”.

Otra cosa, continuaba Quinto, no seas excesivamente escrupuloso o cuidadoso en tu campaña electoral. Sé generoso, incluso pródigo, con promesas de botín, recompensas, empleos, contratos, obras públicas, favores que puedes otorgar una vez en el cargo. “Siendo como es la naturaleza humana, todos los hombres prefieren una falsa promesa a un rechazo directo. En el peor de los casos, el hombre al que has mentido puede enfadarse. Ese riesgo, si haces una promesa, es incierto, se ha retrasado y afecta sólo a unos pocos. Pero si rechazas, enfadas a muchos con seguridad, y a todos a la vez”.

Quinto cubría todos los ángulos. Escribía: Repito, querido hermano Marco, no hay necesidad de ser reservado o de evitar cuestionar la honradez e integridad de tu oposición. Tus rivales para el cargo sin duda recurrirán al soborno y otros trucos por debajo de la mesa. ¿Correcto? Por tanto, lucha contra el fuego con fuego, aconsejaba Quinto. Trata tú de sobornar, compra a tus enemigos, conviértelos en aliados. ¿Por qué no probar también con el escándalo? “Idea, si es posible”, decía Quinto, “cómo conseguir iniciar un nuevo escándalo contra tus rivales por delito o inmoralidad o corrupción, de acuerdo con sus caracteres”.

Esta última idea tuvo éxito. Catilina, el rival clave de Marco Cicerón en las elecciones, aparentemente estaba realizando pagos ilícitos a votantes y cargos clave. Pero en sus discursos en el Senado, Cicerón fue más allá de esos pecadillos y acusó a Catilina de un delito tras otro, de una atrocidad tras otra, incluyendo asesinato, adulterio, intento de masacre, intento de incesto y matrimonio con una niña que había engendrado con una amante. Cicerón preguntaba: “Quo usque, Catilina, abutere patientia nostra? [¿Cuánto tiempo abusarás Catilina de nuestra paciencia?]. Por muy absurdas que fueran las acusaciones, cayeron en los oídos apropiados. Catilina perdió las elecciones.

Cuantas más cambian las cosas …

¿Pero qué estaba pasando realmente hace dos milenios que nos importe en nuestra propia época de corrupción política y gobierno bastante ilimitado? Piénsenlo. La campaña de elecciones de Cicerón era parte de un juego universal que llega hasta hoy, una guerra de ofertas, una guerra de difamaciones entre partidos y candidatos rivales, con cada partido y candidato tratando de prometer más y denigrar más al otro, mientras que los cortejados y demasiado frecuentemente avariciosos votantes se embelesan con la adoración y el saqueo público que llueve o va a llover sobre ellos.

Históricamente, partidos y candidatos hace tiempo que recurren a estrategias de campaña de medias verdades, si no es que de calculados engaños, artificios, ilusiones y otras estratagemas que muchos votantes, entonces y ahora, sólo entienden a medias y sospechan a medias que son un timo. A pesar de todo, mucho, si no es que la mayoría del electorado, se ve atraído y corrompido por una campaña electoral: gladiadores políticos atacando las reputaciones de sus oponentes, la tentación de algo a cambio de nada, el deseo de certidumbre en una existencia incierta, el deseo de seguridad en un mundo inseguro. Muchos votantes recuerdan el pensamiento de Oscar Wilde: “Puedo resistir todo, salvo la tentación”.

Así que los tentadores y tentados de las campañas actuales son parte integral de la historia de la corrupción. Las competencias políticas no son básicamente distintas de las de ayer. La algarabía y los guiños de entendimiento persisten, acompañados por el carisma político y la habilidad oratoria habituales, por cataratas de palabrería y grandilocuencia; por convenciones políticas llenas de insignias, bandas, banderas, banderines y globos de campaña; por desfiles de bandas de música y brillantes coches abiertos a los que se suben los sonrientes candidatos saludando a lo largo del desfile a las multitudes que los adoran.

Todo este espectáculo clásico es al mismo tiempo aletargante e hipnótico, si no es que confuso, para el electorado. Pero también es en su conjunto cautivador, persuasivo y envolvente. Igual que los lemas políticos: “Cartago debe ser destruida”. “Un pollo en cada cazuela”. “Muerte a los hunos”. “Unamos las dos Alemanias”. “Paz y prosperidad”. “Veni, vidi, vici”. “Trabajadores del mundo, uníos”. “Tippecanoe and Tyler Too”. “Un nuevo reparto”. “El acuerdo justo y honesto”. “La nueva libertad”. “La comunidad europea”. “El paraíso de los trabajadores”. “Un nuevo principio”. “Una mayor esfera de prosperidad compartida en Asia”.

¿Pues entonces, en tiempos de Cicerón, y ahora en vísperas de un milenio, cuentan los candidatos la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? ¿Creen realmente los propios votantes toda la palabrería y grandilocuencia de la campaña? Muchos, tal vez la mayoría, evidentemente lo hacen. Pero bastantes de ellos se dan con el codo y guiñan los ojos. Como comentaba Haskell sobre los tejemanejes electorales en la Roma antigua: “Probablemente a Cicerón le habría sorprendido saber que sus acusaciones electorales [contra Catilina] se tomarían en serio en la posteridad”.

Haskell concluía su libro con un apéndice de intervenciones, promesas electorales y ardides que no funcionaron. Lo llama una “Cronología de medidas romanas de New Deal y otros experimentos económicos”. Algunos casos destacados:

367 A.C.— Licinio Estolón: moratoria en las deudas.

357 A.C.— Tipo máximo de interés fijado en el 8⅓%.

342 A.C.— Abolición del interés para favorecer a los deudores; ley ignorada pronto.

217 A.C.— Devaluación monetaria para cubrir las necesidades financieras en la segunda guerra con Cartago.

133-121 A.C.— Los Gracos: reforma de la administración, administración de obras públicas, graneros comunales, sistema con dos precios para el trigo, vendido por el gobierno a 32 centavos la fanega (equivalente de 1939), muy por debajo del precio de mercado, para quienes estuvieran dispuestos a esperar en la fila.

58 A.C.— Trigo gratuito como subsidio.

49-44 A.C.— Julio César: pánico en Roma cuando César cruza el Rubicón, huida de capital, colapso inmobiliario. Soluciones: deudas rebajadas basándose en los valores previos a la guerra; reforma de la administración, 80,000 personas pierden la ayuda social y se les traslada fuera de Roma; las listas de ayuda sociales recortadas a la mitad con duras pruebas (320,000 a 150,000); medidas en contra del atesoramiento, con inversión obligatoria en tierras italianas; administración de obras públicas, trabajo en carreteras, edificios públicos, proyectos de recuperación de tierras.

29-9 A.C.— Augusto: proyectos más extensos de la administración de obras públicas; grandes gratificaciones a los soldados; política de dinero barato de los saqueos de Egipto y gran acuñación de oro y plata de las minas públicas; precios en aumento; listas de alivio social, que se habían expandido después de la muerte de Julio César, recortadas de 320,000 a 200,000.

9 D.C.— Domiciano: administración de ajuste agrícola, la mitad de las viñas provinciales destruidas para detener la sobreproducción de vino.

97-106 D.C.— Nerva y Trajano: administración de crédito agrícola, con préstamos a granjeros a la mitad del tipo de mercado; ayuda pública a los hijos de las familias pobres; se obliga a los senadores a invertir un tercio de su riqueza en tierras italianas.

117-211 D.C.— Adriano y sucesores: gasto desmesurado en obras públicas por el gobierno central y de las ciudades, seguido posteriormente por enormes gastos para la guerra, agotando tanto las reservas como los recursos fiscales.

212-273 D.C.— Altos impuestos e inflación, desmoralización de los negocios, quiebra de la clase media.

274 D.C.— Aureliano: extensión de la ayuda social, sustituyendo el trigo por pan y añadiendo cerdo, aceite de oliva y sal gratuitos; el derecho a la ayuda se hace hereditario. Impuestos ruinosos; inflación galopante.

284-476 A.D.— Diocleciano y sucesores: impuestos disparados; inflación por una divisa sobrevalorada con precios desmesurados; lamentable edicto de Diocleciano del año 301 ordenando controles de salarios y precios bajo pena de muerte; Estado totalitario, desplome de la producción agrícola; invasión de las tribus germánicas, reubicación del capital; fin del imperio occidental.

Al impulso de la intervención y corrupción romanas se une el aumento de la inflación romana. Ese aumento se refleja en la disminución del contenido de plata en la moneda circulante romana, el denario, de prácticamente plata pura (salvo un agente endurecedor) bajo el gobierno de Augusto (44 A.C.-14 B.C.) a cobre prácticamente puro (con sólo una capa de plata) bajo el gobierno de Diocleciano (284-305 D.C.).

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El artículo original se encuentra aquí.

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