México-Vaticano, un cuarto de siglo de relaciones
Fue el 22 de septiembre de 1992 cuando, por medio de un comunicado conjunto, México y el Vaticano anunciaron que reanudaban unas relaciones diplomáticas que habían sido suspendidas desde hacía más de un siglo.
Un par de meses más tarde, el 22 de noviembre, el Nuncio Jerónimo Prigione presentaba sus cartas credenciales ante el presidente Carlos Salinas de Gortari. A los pocos días, el embajador Enrique Olivares Santana hacía lo mismo ante el Papa Juan Pablo II.
Una vez reanudadas las relaciones, todas las visitas que en lo sucesivo hicieron a México los sucesivos pontífices (Juan Pablo II en 1993, 1999 y 2002; Benedicto XVI en 2012; Francisco en 2016) tuvieron el rango de oficiales.
A partir de entonces los Papas fueron recibidos con los honores propios de un Jefe de Estado.
Anteriormente, tanto en la visita de 1979 como en la de 1990, a Juan Pablo II lo habían recibido como a visitante distinguido.
Desde aquel ya lejano 1992, ha pasado un cuarto de siglo y, gracias al restablecimiento de relaciones diplomáticas, se puede observar cómo a la Iglesia Católica se le reconoce el derecho a tener voz, o sea, a dar su opinión y consejo siempre que se presente algún problema.
Ni duda cabe que el hecho de que ambos Estados libres y soberanos se traten con el debido rango diplomático en mucho ayuda a que se respeten los derechos de la Iglesia.
Anteriormente -y como fruto del “jacobinismo” de los constituyentes de 1917- la Iglesia simplemente no existía, razón por la cual ladrones y asesinos tenían más derechos que cualquier obispo, monja o sacerdote.
Apoyándose en ese jacobinismo constitucional que se encarnaba en el artículo 130, fue que Plutarco Elías Calles desencadenó una sangrienta persecución contra la Iglesia, la cual enardeció de tal modo el ánimo popular, que fue causa de esa gesta heroica conocida como “la Cristiada”.
Con el paso del tiempo, los más rabiosos perseguidores fueron saliendo del escenario, cambiaron las circunstancias y, al ver cómo la antaño “dictadura perfecta” se caía a pedazos, el entonces Delegado Apostólico, Jerónimo Prigione, aprovechó para tratar de hallarle “la cuadratura al círculo”.
A base de contactos personales, encuentros privados y, sobre todo, utilizando su finísima habilidad diplomática, Prigione logró dos cosas que hasta ese momento parecían imposibles:
1) Que se reformaran las leyes reconociéndosele personalidad jurídica a la Iglesia.
2) Que se restablecieran las relaciones diplomáticas, con el consiguiente intercambio de embajadores.
Como merecido premio a la gran labor realizada, Prigione fue nombrado Nuncio e incluso hubo quien llegó a mencionarlo como posible Cardenal.
Asesinato de sacerdotes empañan la nueva situación
Sin embargo, a un cuarto de siglo del restablecimiento de relaciones diplomáticas, algo empaña la nueva situación: Que cada vez con mayor frecuencia se produzcan asesinatos de sacerdotes. Asesinatos que nunca han sido aclarados y por lo cual quedan siempre impunes.
¿Qué es lo que está pasando? ¿Simples casualidades? ¿Por qué tanta saña y cada vez con mayor frecuencia?
A ciencia cierta no lo sabemos y, repitiendo aquella frase de Shakespeare en el sentido de que “algo huele a podrido en Dinamarca”, pudiera ser que algo gravísimo esté ocurriendo aquí en México.
Tanto odio contra inermes sacerdotes -uno de ellos agredido en plena Catedral de México- nos muestra un furor diabólico y nos hace pensar que las mafias anticatólicas que operan desde las sombras, de algún modo se desquitan porque a la Iglesia se le han reconocido los derechos naturales más elementales.
Han pasado veinticinco años y es hoy en día en que el Nuncio en México es monseñor Franco Coppola, en tanto que el embajador en el Vaticano es don Jaime del Arenal Fenochio, un prestigioso historiador cuya especialidad es todo lo relativo al siglo XIX.
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