Una generación con sueños perdidos
Desocupado lector: mi interés por descubrir las aportaciones de los escritores e intelectuales que vivieron durante el primer milenio de la civilización occidental y antes, se remonta quizá, porque no lo recuerdo con precisión, al año de 1982. En aquel período, una profesora de la Universidad Panamericana (UP) me invitó a exponer el tema “La Ilustración Francesa” en una de las sesiones del curso académico que ella dirigía. Yo no acepté la invitación. Y la rechacé principalmente por el simple hecho, sólido a mi parecer, de que yo no sabía del tema. Me preguntaba a mí mismo: ¿con qué autoridad voy a exponer un tema del que ignoro casi todo? Y me confortaba pensar que había estudiado ingeniería y no humanidades.
En aquellos años, mi trabajo específico en la universidad discurría por el sendero de la academia. Tenía a mi cargo las asignaturas de Química, Balance de Materia, y Balance de Energía. Además, colaboraba en algunas cuestiones administrativas con el Director.
Ahora, en el año 2018, ante la celeridad del desarrollo de las tecnologías de información, cuando vuelvo la mirada hacia la década de los 80, no me queda otra que aceptar que vivíamos en un modelo técnico tipo Jurassic Park: llenos de cacharros, alambres, conexiones y todo género de máquinas prehistóricas. En realidad, también vivía envuelto en secciones tecnológicas. No daba tanta importancia al saber humanista.
En aquellas condiciones, y con la carga de trabajo a cuestas, la profesora en cuestión me insistió de nuevo para que yo le ayudara con la exposición del tema de la Ilustración. Y yo no sé por qué accedí, con el argumento de que me agradaba y seducía el contenido. Aún hoy sigo sin saberlo. Pero le solicité un espacio de tiempo de tres semanas porque era el período que pensaba dedicar a leer sobre el tema, escribir un resumen y organizar la sesión de clase. Creo recordar que no dormí bien ese día en la noche pensando en la enorme burrada a la que me había comprometido. Pero ya no había vuelta pa’trás, como dicen en mi tierra.
Comencé a estudiar el siglo XVIII en Europa para entender lo que sucedía en Francia. Para lograr esa meta ya había invertido una semana de estudio por las noches, de las tres semanas que había solicitado. No tardé en darme cuenta que la Ilustración era una auténtica amalgama de diversas corrientes de pensamiento abundante en ideas filosóficas, teológicas y antropológicas de siglos anteriores, que a su vez se explicaban por medio de otras ideologías y categorías culturales más primordiales y, por lo mismo, más antiguas.
Conforme “avanzaba” en el estudio de la Ilustración, en realidad desfilaba “hacia atrás” en el tiempo, aumentaba mi angustia y duraba más el insomnio. Así fue como aterricé en los escritos de los intelectuales de los primeros siglos de la cultura occidental.
Para no hacerte el cuento largo, en tres semanas descubrí la importancia de conocer las aportaciones de las cabezas más brillantes de la cultura helénica, del arte y maestría de los pensadores latinos y de las resplandecientes contribuciones de los intelectuales de la época patrística, quienes lograron armonizar magistralmente la fe y la razón, así como dar pleno sentido y mostrar el concierto entre las raíces de la tradición grecolatina cristiana.
Luego, llegó el momento de exponer. Recuerdo que ese día dormí como un bendito, a “pierna suelta”. En los días siguientes me dije a mí mismo que yo no quería formar parte de una generación con sueños perdidos. Había “nacido” en mí el deseo de conocer el pasado para explicar el presente y construir el futuro.
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Rubén Elizondo Sánchez