El hombre en busca de felicidad

En el útlimo siglo y sobre nuestra civilización occidental se observa un gran derrumbe sosegado, un desengaño extenso y silencioso sobre los modelos de felicidad que proponen los mass media. Literatos, escritores e intelectuales en las décadas anteriores pelearon por vislumbrar qué era realmente la felicidad, qué era objetivamente un buen hombre, un hombre feliz, y una sociedad feliz. Guardaron buena batalla y recogieron ingratitudes en su intento.

Todo ser humano puede mantenerse distanciado de la felicidad pensando sin cesar en la felicidad. También puede mantenerse en demanda de la felicidad pensando continuamente en la espiritualidad.

Asume la necesidad de objetar sobre cuál de las dos soluciones resulta más razonable, inclusive cuál de las dos es más eficaz. Pero ante la pregunta ¿cuál via resulta mas plena?, de eso, de la respuesta, no puede dudar. Porque se juega la felicidad entera.

Puede rechazar con desprecio todo sondeo de tratar el problema de la infelicidad a través de arbitrajes piadosos, y afirmar, sin embargo, que la imagen de la cirrosis hepática que padece el riñón de un bebedor cotidiano, resultaría más poderosa para lograr la moderación que cualquier rezo o alabanza.

La ingente cantidad de palabras y conversaciones promedio del hombre común y corriente en busca de la felicidad, a todo lo largo y ancho de la última centuria, en todas las clases económicas y en todos los ambientes, es de tal amplitud que nadie se atrevería a negar.

Es cierto, por otra parte, que la querencia a tratar sobre la felicidad no es nueva, porque constituye en realidad la trama del sentido de la vida de toda la existencia humana. Al dia de hoy, los laicismos radicales, muy silenciosos todavía, parecen no querer atender una obsesión tan novedosa. En la historia de la humanidad, muy pronto y hasta la fecha, la tradición de llamar a las cosas por su nombre ha constituído la única garantía de verdadero desarrollo.

Los formidables y probados valores espirituales de siempre, jamás cuestionaron el realismo ni la auténtica forma de atrapar la felicidad. Más bien, debido al laicismo mal entendido y filtrado por medio de la educación, se recluyeron los valores espirituales al interior del hombre, porque era brutal decir las cosas por sus apropiadas significaciones.

Ese es el gran abismo del pensamiento débil ante algunos avances recientes del Inconformismo contra lo que se pretende imponer como felicidad: droga lúdica, sexo seguro, divorcio fast track, libertad sin responsabilidad, toda un arsenal a disposición para convertir al hombre en una bestia.

Sin lugar a dudas, los realistas de ahora son tratados como fanáticos y violentos aduciendo su fracaso por el empeño, dicen, en amedrentar a los demás. Son sin temor verdaderos gladiadores, personas bienintencionadas, comprometidas con la misión de recordar los verdaderos contenidos conceptuales en orden al fin último del hombre.

No hace falta abundante sagacidad para explicar cómo surgieron las tragedias modernas. En cambio, es fundamental saber discernir de qué modo sí se alcanza la virtud y la felicidad. Ante el empeño por minimizar el concepto de bien –ahora solo se valora lo legal o ilegal– se ha llegado a la incuestionable conclusión de que no existe respuesta a esa inquietud.

De ello se desprende el triste desenlace de apostar al iuspositivismo en sustitución del iusnaturalismo. Y como dijo Séneca: no hay viento favorable para la nave cuyo piloto no sabe a dónde va. Prescindir de la ley natural moral no augura mejor final para el hombre en busca de la felicidad. Las resoluciones a posteriori difícilmente rematan con éxito el procedimiento para ser feliz, porque se ciñen a plantar unos cuantos rótulos en los lugares donde la desgracia es más evidente, y así prevenir a los demás contra los males, si es que todavía se usa tal expresión.

Parece vital insistir, con ocasión y sin ocasión, en la libertad. Debatir, dialogar, discutir, confrontar, votar… Pero hablar sólo de eso, es una trampa para evitar la deliberación sobre lo que es bueno o malo. En cambio, argüir solamente sobre la tecnología, la ciencia experimental o el progreso, en relación con la felicidad, es quedarse a la mitad del esfuerzo para ser feliz.

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Rubén Elizondo Sánchez

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