Amar el matrimonio

Para amar el matrimonio hay que conocerlo. Sabemos que hay dos formas de amar: el amor de esclavitud (concupiscencia) y el amor de libertad (amor de benevolencia). El primero tiende a la alienación, a la servidumbre. Se expresa en estados psicológicos de turbación, de ansiedad y de celos. El segundo tiende a la libertad. Se expresa en estados psicológicos de paz, expansión, felicidad.

Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por el que los esposos quedan como consagrados por un sacramento peculiar. Su consentimiento es sellado por el mismo Dios. De su alianza nace una institución estable por ordenación divina, por eso el matrimonio no puede ser disuelto jamás (cfr. CEC, 1639).

“De manera que ya no son dos, sino una sola carne” (Mt 19,6). Más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma, exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad.

Existen situaciones en que la convivencia se hace imposible. En tales casos la Iglesia admite la separación física de los esposos. Los esposos no cesan de ser marido y mujer ante Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación la mejor solución sería la reconciliación.

Jesús dijo: “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio (Marcos, 10,11-12).

Si hay una nueva unión, la Iglesia no la puede reconocer como válida, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. El divorcio es una forma de suicidio porque separa la carne que es una. La única institución que dice “no” al divorcio es la Iglesia , porque sabe que el divorcio te hace mentiroso y traidor, hiere a los hijos y destruye la alianza.

El profeta Malaquías escribe en el siglo VI a.C.: “¿No los ha hecho Dios un solo ser, dotado de carne y espíritu? Y este uno ¿qué busca? Una posteridad concedida por Dios. Guardad, pues, vuestro espíritu, y no traiciones a la esposa de tu juventud. Porque yo odio el repudio” (2, 13-16).

Es fundamental que el alma logre oír a Dios en la oración, sino lo guía la conveniencia, el egoísmo. Nuestra petición, al rezar el Padrenuestro, de ser perdonados, será atendida a condición de que nosotros, antes, hayamos perdonado. “La misericordia penetra en nuestros corazones solamente si también nosotros sabemos perdonar, incluso a nuestros enemigos. Aunque para el hombre parece imposible cumplir con esta exigencia, el corazón que se entrega al Espíritu Santo puede, a ejemplo de Cristo, amar hasta el extremo de la caridad, cambiar la herida en compasión, transformar la ofensa en intercesión. El perdón participa de la misericordia divina” (cfr. CCEC, n. 595), por eso, nos hagan lo que nos hagan, hemos de perdonar: Perdono todo y pido perdón a Dios. Cuando dejamos a un lado el orgullo y seguimos el consejo del Señor de perdonar, ¡qué felices somos! No llevamos una carga pesada.

Hay que pedir al Espíritu Santo saber discernir “entre la prueba, que nos hace crecer en el bien, y la tentación, que conduce al pecado y a la muerte” (CCEC, n. 596).

C.S. Lewis, escritor inglés, dice en su libro Los cuatro amores, que los amores humanos son realmente como Dios, pero sólo por semejanza, no por aproximación. Si se confunden estos términos, podemos dar a nuestros amores la adhesión incondicional que le debemos solamente a Dios. Entonces se convierten en dioses: entonces se convierten en demonios. Entonces ellos nos destruirán, porque los amores naturales que llegan a convertirse en dioses no siguen siendo amores. Continúan llamándose así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio.

Lewis dice que resulta imposible amar a un ser humano simplemente demasiado. El desorden proviene de la falta de proporción entre ese amor natural y el Amor de Dios. Es la pequeñez de nuestro Amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que lo constituye desordenado. Hasta aquí, Lewis. Es decir; si absolutizamos a un ser humano, éste se convierte en nuestro dios, en “ídolo” y nosotros en idólatras.

Estamos sólo a dos años que se cumplan los 500 años de la dolorosa ruptura entre católicos y protestantes (1517-2017). Las rupturas se dan porque no sabemos comprender la belleza del perdón, porque nos cuesta ser misericordiosos y acoger. En México sabemos ser cariñoso, sabemos apapachar. La palabra apapachar proviene del náhuatl “apapachoa”, que significa “acariciar con el alma”.

Hay un adagio sabio que dice: “Si quieres ser feliz por un día, véngate. Si quieres ser feliz por siempre, perdona”,

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