Amar y tener paciencia
La vida no es un camino de rosas aunque esté lleno de alegría. Hay que contar con las heridas desde fuera y heridas desde dentro; heridas de los amigos y heridas de los que no lo son tanto; heridas de los que nos ven con malos ojos, y heridas de los que nos aman, que son las que más duelen.
“Saber estar” es la clave de casi todo. Cuando no logramos encontrar nuestro lugar en el tiempo y en el mundo, cuando una persona no sabe quién es ni qué hace, la vida es una continua agitación que impide echar raíces. Encontrar nuestro lugar en el mundo, yendo a la raíz, se consigue al descubrir la misión para la que Dios nos ha dado la vida.
La vida de cada persona es una historia que contar: la historia de la realización de la propia plenitud. Así se va configurando un estilo de vida que permite actuar cada vez más con más acierto; un estilo que se va perfilando con la incorporación de las virtudes. Las virtudes constituyen una especial de segunda naturaleza, adquirida con esfuerzo, propia de la persona que tiene autonomía en su vida y que permite vencer con más facilidad las dificultades y obstáculos que la vida presenta.
La capacidad de amar es distinta en cada persona, y esa capacidad nos ayuda a ser pacientes. La paciencia es la actitud virtuosa ante una dificultad inevitable, grande o pequeña. Sólo la paciencia incorpora con naturalidad los imprevistos de la vida porque no busca el triunfo inmediato.
Juan Ramón García Morato escribe: “Cuando la virtud arraiga, el Bien ejerce sobre la persona la misma atracción que una buena pintura, una gran sinfonía o un espléndido poema; y el mal, la misma repulsión que un cuadro de pésima calidad, unos versos mediocres o una música chirriante. Por eso la distinción entre lo noble y lo bajo, entre lo bello y lo feo, puede ser más importante que la distinción entre lo bueno y lo malo para defenderse del mal que nos acecha disfrazado de mediocridad”.
La paciencia permite vivir en el tiempo sin maltratarlo, ni perderlo, ni romperlo. La paciencia nos enseña a saber esperar, que es una de las mayores conquistas humanas. La paciencia nos enseña a vivir entre cosas inacabadas y saber aguantar la demora de su culminación. Perder la paciencia quiere decir que no sabemos vivir con el tiempo de los demás ni con el nuestro. La impaciencia destruye el mundo y la vida de las personas, las deshumaniza. Engendra úlceras, infartos y depresiones. Es fuente de infidelidad a los compromisos asumidos por amor. Los impacientes no triunfan, los pacientes, sí.
Hay que caminar entre las dificultades sin desánimo y sin darse importancia. La elegancia nos ayuda a triunfar sin aplastar a los demás. Es la virtud de la dificultad disimulada. Es el intento de ocultar calculadamente la dificultad para no atosigar a los otros. Da al esfuerzo un cierto tono de levedad.
La solidaridad entre las personas es una necesidad natural: la experiencia nos dice que nadie es capaz de valerse por sí mismo. Necesitamos de los demás, pero sólo deberíamos depender de quien es capaz de respetar y amar nuestra libertad y fomentar nuestra personalidad. Esta es la única dependencia segura.
Una de las cosas que más alegría dan es tener amigos, —no cómplices— buenos amigos. Nuestros amigos reflejan nuestro perfil interior. Dice un autor del Siglo de Oro, Baltasar Gracián: «Cada uno muestra lo que es en los amigos que tiene».
Amar y ser amado
La fuerza que actúa en las personas, es el ansia de amar y ser amados. Una de las aportaciones de Gustave Thibon para un mejor conocimiento de la afectividad, consiste en su concepto del amor como «totalidad organizada». El propio Thibon pone un ejemplo muy gráfico. Pensemos en el vino, dice este autor; está compuesto por cuatro elementos: agua, alcohol, tanino y colorante. Si tomamos un poco de cada una de estas sustancias y las mezclamos en un recipiente, ¿qué obtendremos? ¿Vino?, no; lo que obtendremos será una extraña mixtura bastante desagradable. Para obtener vino nos falta algo más. Falta el «principio ordenador». Thibon, traslada este ejemplo al campo de la afectividad, y distingue las «síntesis afectivas» de las «mezclas afectivas». Se entiende que no basta con mezclar la atracción, la imaginación, el «yo», y la amistad, para que resulte un amor sublime y eterno. Cada uno de estos elementos deberá entrar en composición con los demás en una determinada medida y proporción. Y entonces es cuando el «ansia de amar y ser amado» estructura el amor como una verdadera «síntesis afectiva» capaz de perdurar en el tiempo y hacer que la pareja esté cada vez más unida.
Ahora bien, certeza absoluta que haya un sentimiento profundo y estable, un amor perdurable no se puede tener en nada humano. En todo caso se puede hablar de una suficiente garantía, o de una gran probabilidad. En este sentido, pensadores de todos los tiempos coinciden en afirmar que dos personas tienen mayor probabilidad de llegar a quererse cuanto mayor sea su grado de afinidad. Filosóficamente esta verdad se enuncia diciendo que «lo semejante ama lo semejante», «la semejanza es causa del amor; la desemejanza, causa de odio».
Hay personas que chocan y se quieren poco, porque sólo son semejantes en los «defectos». Y los defectos no unen, sino que separan. Cuando se dice que «la semejanza es causa del amor» hay que referirlo a las «cualidades». Dos personas que poseen cualidades semejantes, es más fácil que lleguen a amarse de verdad.
La clave para ser feliz la expresa admirablemente Rabindranath Tagore: “Soñé, y pensé que la vida era alegría. / Desperté y descubrí que la vida era servicio. / Serví, y vi que en el servicio estaba la alegría”.
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