Da un giro copernicano a tu vida ¡y te sorprenderás!

Una madre, preocupada por el egoísmo reconcentrado de su hija quinceañera, la reprendió:

Hija, no seas así, ¡no debes sentirte el centro del mundo!

Entonces la hija pequeña de cinco años replicó:

¡Claro!, no debes sentirte así, porque ¡yo soy el centro del mundo!

Madre e hija rieron a carcajadas con la ocurrencia de la menor.

Eso me recordó una lectura que hice recientemente, donde Joseph Ratzinger explica una verdad muy profunda: La realidad muestra que todos y cada uno nos sentimos el centro del universo. Todos nosotros tenemos esa ilusión innata en virtud de la cual cada uno considera el propio yo como punto central en torno al cual tienen que girar el mundo y los seres humanos.

Todos hemos de descubrir continuamente que sólo construimos y vemos las cosas y a las demás personas en relación con el propio yo, que las consideramos como satélites que giran en torno al punto central que es nuestro yo.

Ser cristiano es muy revolucionario. Consiste en realizar el giro copernicano y en dejar de considerarnos el punto central del mundo alrededor del cual tienen que girar los demás, porque, por el contrario, empezamos a afirmar con toda seriedad que somos una de las muchas criaturas de Dios, que se mueven juntas en torno a él, que es su centro.

La revolución copernicana o giro copernicano ha pasado a ser popularmente sinónimo de cambio radical en cualquier ámbito.

Ser cristiano significa tener amor. Esto es enormemente difícil y, al mismo tiempo, enormemente sencillo. Ser cristiano significa realizar el giro copernicano de la existencia, por el cual dejamos de considerarnos el punto central del mundo y de hacer que los demás giren sólo a nuestro alrededor.

Ahora bien, el experimentarlo constituye un conocimiento hondamente liberador, pero también es algo abrumador. Pues, ¿quién de nosotros puede decir que nunca ha pasado de largo junto a una persona hambrienta o que nos necesitaba? El mensaje cristiano puede resultar también opresor.

En este punto interviene la fe, que nos dice que Dios ha derramado en abundancia su amor sobre nosotros y de este modo ha cubierto de antemano nuestro déficit. Creer significa admitir que tenemos ese déficit.

La fe es aquel punto del amor donde reconocemos que también nosotros necesitamos que nos obsequien”. La fe consiste en “superar la autocomplacencia. Únicamente en una ‘fe’ así se pone fin al egoísmo, que es el auténtico polo contrario del amor”. El amor es la apertura de quien no se basa en sus propias capacidades, sino que sabe que está necesitado, que su propia persona es fruto del don.

Rechazar a Cristo significa rechazar la fe y el amor. “El cristiano es el ser humano que no calcula, sino que hace lo sobreabundante (…). Busca el bien sin hacer cálculos”. Sabe que tiene defectos, “pero es magnánimo con Dios y con los seres humanos, porque conoce hasta qué punto vive de la magnanimidad de Dios y de su prójimo. Tiene la magnanimidad de quien sabe que es deudor de todos. La estructura fundamental que hemos descubierto con la idea de la sobreabundancia configura toda la historia de Dios con el ser humano”.

El milagro de Caná y el milagro de la multiplicación de los panes son signos de la sobreabundancia de la magnanimidad, que es la esencia de la actividad de Dios”. Esa actividad por la que Dios se entrega a sí mismo para salvar a esa “caña pensante”, que es el ser humano y llevarlo hasta su meta, ese acontecimiento inaudito escapará siempre a la razón calculadora del pensador correcto.

Desde este conocimiento se vuelve clara no sólo la estructura de la creación y de la historia de la salvación, sino también el sentido de la exigencia que nos plantea Jesús, tal como se presenta en el Sermón de la Montaña. “Dios nos ama, no porque seamos particularmente buenos, nos ama porque él es bueno” (cfr. Joseph Ratzinger, El Credo, hoy, SalTerrae, Santander 2013, pp. 13-18 y passim).

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Rebeca Reynaud

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