De Francisco a los sacerdotes
El pasado domingo 4 de agosto, día de San Juan María Vianney, patrono de los sacerdotes, fechó Francisco una carta dirigida a los presbíteros del mundo. En ella busca animar, consolar y cohesionar a los más de 415,000 sacerdotes que hay actualmente. Es un bello gesto, en el cual muestra su paternidad, cariño y desvelo por los ministros de Jesús, especialmente necesario, en un momento delicado en el que el estado sacerdotal ha perdido y, tristemente, con motivo, su prestigio moral a causa de los abusos cometidos contra menores.
Como destinatario de la misiva, me siento movido a agradecerla, pues efectivamente Francisco, como buen pastor, conoce los sentimientos contradictorios que atormentan nuestros corazones: la desolación ante la evidencia de lo grave de los delitos cometidos por nuestros hermanos en el ministerio y la dolorosa percepción social que nos incluye al resto, o recela, desconfía o sospecha de nuestra complicidad o culpabilidad. Todo unido al desgaste que supone el diario ejercicio del ministerio, el cual busca comunicar un poco de espiritualidad a un mundo materialista y cansado, transmitir esperanza a una civilización que de pronto no te considera un interlocutor relevante, digno de crédito.
Francisco insiste, como no podría ser de otra forma, en que la Iglesia está comprometida con una reforma que termine de una vez con estos tristes crímenes y el encubrimiento. Se trata de erradicar cualquier forma de abuso, no solo sexual, sino también de poder o de conciencia. En esta línea, ya antes había señalado al “clericalismo”, como una de las causantes más profundas de estos desórdenes. Al mismo tiempo muestra cómo, si se mira con visión sobrenatural la difícil situación que pasa la Iglesia, se descubre como un necesario periodo de purificación. En expresión fuerte afirma: “nos permite experimentar la prueba para que entendamos que sin Él somos polvo. Nos está salvando de la hipocresía y de la espiritualidad de las apariencias. Está soplando su Espíritu para devolver la belleza a su Esposa sorprendida en flagrante adulterio”. Es verdad que probablemente la Iglesia tarde un siglo en recuperar su credibilidad moral, siempre que se empeñe realmente y con seriedad en atajar estos crímenes abominables.
Ahora bien, Francisco busca animar a los sacerdotes, comprenderlos en su lucha, en su fragilidad, en sus fracasos. Sin embargo, nos insiste en no perder la alegría: “Hermanos, reconozcamos nuestra fragilidad, sí; pero dejemos que Jesús la transforme y nos lance una y otra vez a la misión. No nos perdamos la alegría de sentirnos ovejas, de saber que Él es nuestro Señor y Pastor”. Es decir, nos vuelve a recordar que, si bien podemos ser poca cosa personalmente, Dios Nuestro Señor no nos deja solos, ni actuamos a título personal sino en su Nombre. Es bonito ver cómo insiste en que mantengamos la alegría, a pesar de los fracasos y equivocaciones: “sabemos que más allá de nuestras fragilidades y pecados Dios siempre nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría”.
Ahora bien, personalmente lo que más me motivó de su carta fue el agradecimiento por nuestra entrega. Normalmente uno no busca ese agradecimiento, ni realiza su trabajo por este motivo, pero ¡qué bonito se siente cuando te lo agradecen!, más cuando es el mismo sucesor de Pedro quien lo hace.
En este sentido, se puede palpar una evolución en el magisterio de Francisco. Particularmente percibí una cierta dureza con los sacerdotes durante el primer año de su pontificado. Se dirigía con frecuencia a nosotros, pero en un tono de reprensión y reclamo: que si buscábamos el dinero, que si no “olíamos a oveja”, que si éramos burócratas de Dios y muchos otros “jalones de orejas”, con pocas palabras de aliento (más bien ninguna, que yo recuerde). Es comprensible: le tocó la “papa caliente” de los abusos clericales, siendo los sacerdotes quizá la causa directa de sus más agudos “dolores de cabeza”. Seis años después el discurso es distinto, matizado. De alguna forma retoma su misión de “padre” y les recuerda a los obispos su deber de encarnar esa figura con los presbíteros, de estar cercanos. Para nosotros, los sacerdotes, es una bocanada de aire fresco y un aliento de esperanza el cambio de tono en Francisco.
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P. Mario Arroyo
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