De los ocho espíritus malvados / La soberbia (II)

Un señuelo común y corriente que atrapa a la persona soberbia consiste en no darse cuenta del estado lamentable en que se encuetra. Desde la perspectiva antropológica, este espíritu malvado incita al sujeto a considerarse el centro de atención de los demás. Escribe Evagrio Póntico:

“La soberbia es un tumor del alma lleno de pus. Si madura, explotará, emanando un horrible hedor. El resplandor del relámpago anuncia el fragor del trueno y la presencia de la vanagloria anuncia la soberbia. El alma del soberbio alcanza grandes alturas y desde allí cae al abismo”.

Todo debe girar en torno al soberbio: le importa más la propia exaltación que el éxito del otro; subestima las opiniones y sujerencias del prójimo porque acentúa su exclusiva forma de pensar; imagina y presume la excelencia de sus juicios porque nunca se equivoca; es arrogante en los razonamientos, actitudes y consideraciones; no puede deshacerse del sentimentalismo casi enfermizo que le atenaza porque se siente agraviado en situaciones que en modo alguno lastiman a nadie.

Es un tumor que llena la existencia y dificulta el trabajo en equipo. Si no se le pone remedio pronto, el absceso crece en fetidez que provoca fuertes dosis de soledad y temor. Auhyenta al prójimo. El soberbio se imagina en un pedestal de grandes alturas; se parece más a un dios porque solamente él conoce el bien y el mal.

Difícilmente acepta que es arrogante. Y mientras crece desmesuradamente su autoestima se aproxima con celeridad a su propia caída, que será más dolorosa cuanto más en alto lo coloque su imaginación. Se vuelve tristemente cómico cuando considera sus propios vicios como cualidades positivas. Sobra decir que en los otros descubre únicamente maldades y desatinos.

Otro aforismo: “Como aquel que trepa en una telaraña se precipita, así cae aquel que se apoya en sus propias capacidades. Una abundancia de frutos doblega las ramas del árbol y una abundancia de virtudes humilla la mente del hombre”.

El soberbio no acepta que otros sean mejores que él. Pronto resbala de su obelisco –de su telaraña—porque pesa demasiado para ser respaldado por su autoconstructo mental. Tantas cualidades –imaginarias, por supuesto– revientan la resistencia de la rama. Todo termina en humus, en tierra, en nada.

No vale la pena cultivar este espíritu malvado por ser una inclinación excéntrica a la propia excelencia. Como tampoco sobra crecer un poco más en la capacidad de escuchar, comprender y dar imoprtancia al prójimo más próximo.
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Rubén Elizondo Sánchez

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