El éxito y el equilibrio de nuestra vida
Lo que hacemos fuera del trabajo puede indicarnos cuánto podemos avanzar en el trabajo. Ello se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando antes de un periodo de vacaciones elaboramos una lista de pendientes importantes para realizarlos, para que no se note nuestra ausencia en el trabajo. Son asuntos impostergables. Si funcionáramos en todo momento así, nuestra eficacia alcanzaría un nivel muy alto, y poseeríamos el hábito de los éxitos personales continuados.
Concentrarse en cada tarea, en hacer lo que se debe y estar en lo que se hace, tiene un efecto casi mágico en muchos aspectos de nuestra vida. Cuando hacemos esto somos mucho más alegres y eficaces.
Concentrarnos en cada tarea, auto disciplinarnos para no distraernos en menudencias, es fundamental para trabajar con inteligencia y con más calidad de vida. Comportándonos así, actuaremos como personas que saben lo que vale su tiempo y que se esfuerzan en ser útiles a los demás.
Trabajar con más inteligencia significa hacer lo que Dios nos pide y no permitir que nuestras relaciones en casa se vean negativamente afectadas, porque lo que sucede en el trabajo suele repercutir en el hogar y viceversa.
Darle tiempo de calidad a la familia es vital, para que en la vida laboral tengamos la serenidad suficiente de hacer las cosas con orden. La serenidad es la tranquilidad en el orden, lo cual nos permite pensar y trabajar con inteligencia.
Uno nació para ganar, pero para ganar es preciso planificar el triunfo y hacer imposible el fracaso. En las rifas se gana por suerte, pero la vida no sigue las leyes de los juegos de azar, es decir, nadie se juega el destino de su vida en un “volado”.
La suerte no tiene nada que ver con el destino de nuestra vida: cada uno de nosotros necesita planificar con detalle el triunfo y cuidadosamente poner en práctica lo que hemos decidido. Somos nosotros –cada uno- los protagonistas de nuestra vida y los responsables de nuestras acciones. Nadie pone su existencia en el supuesto azar de la vida, si lo hiciera caería en el fracaso constante, en la decepción y en la tristeza: las circunstancias le dominarían.
El éxito equilibrado implica un plan de vida, establecer objetivos para nuestra vida espiritual, mental y física. Por ejemplo, cuando planee cosas con su familia, establezca al menos la misma dedicación –no en tiempo, sino en calidad- que con los asuntos de su trabajo.
Desarrolle un plan de acción para lograr mejorar la calidad de vida que tanto desea, la cual no podemos comprar con dinero y ni hacernos felices.
Si elegimos inteligentemente, nuestra opción por la vida, colocaremos en primer lugar la felicidad. Este valor, no se encuentra tirado en la calle, cada uno nos lo producimos personalmente. Si queremos ser felices, estar constantemente alegres, tenemos que elegir planes de acción que nos conduzcan a ello. Los valores felicidad, alegría y optimismo, en la práctica son inseparables -y el grado con que los gocemos en la vida-, y asequibles a todo mundo.
Si nuestra alegría –manifestación de cierta plenitud existencial–, es constante, es decir, si aprendemos a estar siempre alegres pase lo que pase, ello nos llevará a disfrutar más auténticamente el éxito, porque es lo que hemos decidido. La amistad con Dios es el mayor éxito al que podemos aspirar y, en este caso, la iniciativa siempre parte de Dios.
Todo ello, conlleva poner en práctica la fuerza de la lealtad, sinceridad, audacia, preocupación por los demás y olvido de sí, ser extremadamente delicado en el trato, y no darse jamás por vencido.
Adquirir el hábito del éxito en la vida, equivale a formarnos hacia la grandeza, a convertirnos en pigmaleones, en personas excelentes, porque la excelencia no es un acto aislado, sino un hábito que está reservado a quienes saben –y constantemente están aprendiendo- a hacer de su vida lo mejor de lo mejor.
Recuerde que hemos de desear a los demás al menos lo que nos deseamos a nosotros, pues los demás también son personas.
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Gabriel Martínez Navarrete