El fiasco de la esperanza
La esperanza es el nombre del juego. López Obrador lo entendió mejor que nadie y centró sus esfuerzos en una estrategia dual de comunicación, que por una parte erosionó continuamente el respeto hacia los partidos e instituciones de la era tecnocrática (contando con bastante ayuda de la escandalosa corrupción peñanietista); y por la otra, se enfocó en controlar la bandera de la esperanza y ondearla en todo lo alto de su proyecto político.
El modelo funcionó, y fue tal el éxito, que llegó a Palacio Nacional con 30 millones de votos, casi el doble de los que obtuvo en los comicios del 2012. Ello se tradujo en el porcentaje de apoyo electoral más alto desde hace 37 años. Es decir, en la era democrática, ningún presidente inició su mandato con un apoyo siquiera parecido al que respaldó a Andrés Manuel López Obrador. Así de claro.
Sin embargo, también queda muy claro que no es lo mismo prometer que cumplir, y en los primeros meses de su gobierno, Andrés Manuel está experimentando de primera mano el vértigo de estar al borde de ese abismo que separa las esperanzas de los hechos, donde tantos otros demagogos se han despeñado en la historia de nuestro país. Y, mientras pisa justo en el borde, titubea, culpa, pretexta y renueva promesas, que al igual que las enormes expectativas que alimentó en campaña, se quedarán en el aire o en todo caso lo acompañarán hasta las profundidades.
Esta semana, la renuncia de Germán Martínez al Instituto Mexicano del Seguro Social fue la grave señal de un paso más al vacío, no solo por el impacto logístico de un reemplazo en el IMSS a menos de medio año del inicio de la administración, sino porque refleja de forma inocultable un resquebrajamiento de la alianza política que construyó López Obrador. Después de todo, Germán Martínez no llegó al Seguro Social por su linda cara o sus muy discutibles talentos, sino por el capital financiero o político que aportó a la campaña, y debemos entender sus denuncias contra el equipo de Andrés Manuel en el marco de la guerra intestina del gabinete presidencial, acuciada por sus caprichos y la incompetencia de los funcionarios que provocan crisis sin sentido, desde el cerro fantasma de Santa Lucía hasta la falta de antiretrovirales o la eliminación de recursos para combatir el cáncer. Para usar el término tenístico, son “errores no forzados”, léase idioteces de a gratis, que son potencialmente letales para cualquier administración.
Por otra parte, conforme avanzan las campañas del 2019 y mientras empiezan a mostrar el cobre los gobiernos locales que ganó el año pasado, Morena se revela ante los ojos del público como un partido político más, culpable de las mismas mañas y corruptelas que hicieron que las personas rechazaran a los anteriores, con el problema añadido de que su único punto de identidad es la figura presidencial, y eso quizá sea suficiente para sobrevivir una campaña en elecciones generales, pero a mediano plazo es una receta para el desastre. Como ya se empezó a ver con el fuego amigos contra Barbosa en Puebla, los peores enemigos del obradorismo serán ellos mismos.
Estos tres elementos: la fractura de su alianza, la incompetencia de sus colaboradores y la caída del mito de Morena, son los grandes riesgos para el éxito del proyecto político que se ha articulado alrededor de la figura de Andrés Manuel y que aun ahora resplandece de orgullo con sus mayorías legislativas, impulsadas por el inestable combustible de la esperanza, que puede estallarles en las manos.
Si lo que se encendió como esperanza estalla convertido en odio, el peligro no es solo para Obrador, sino para el país, especialmente porque –al menos hasta ahora- la oposición parece absolutamente incapaz de recuperar para sí la bandera de la esperanza, e incluso si los ciudadanos llegan a la conclusión de que Obrador es corrupto e inepto, eso no borra de las mentes de millones de mexicanos su percepción respecto a que todos los otros también lo son.
Entonces, aparecen en el panorama dos fantasmas. El primero es el del pleno cinismo, donde nada importa, el rey va en cueros y los súbditos se burlan de sus miserias, lo que a mediano plazo es mortal para cualquier sistema político, porque la coacción del estado solo es tolerable cuando se legitima al vestirse con mitos: de justicia, estado de derecho, representación y demás. Si se le quitan sus disfraces, nos queda la violencia desnuda del aparato gubernamental. Eso elimina los diques simbólicos que mantienen la lucha política en un cauce relativamente pacífico e incentiva el uso directo de la esa misma violencia como arma de negociación.
El segundo es el fantasma del radicalismo. Los más encendidos seguidores de AMLO, al enfrentarse a la realidad de su fracaso, no reconocerán su error, sino que lo explicarán culpando a la debilidad del proceso. Dirán que el problema de Obrador no estuvo en sus propuestas o acciones de gobierno, sino en que no destruyó con la rapidez necesaria los restos del antiguo sistema. Por lo tanto, proclamarán con un hilo de locura en sus ojos que la solución es la revolución: Acelerar las reformas del obradorismo, desmontar radicalmente los contrapesos, recurrir a la violencia contra los opositores.
¿Cómo impedirlo? ¿Generando un nuevo líder que retome la esperanza? Quizá esta, por improbable que resulte, pareciera la solución más simple en el corto plazo, pero no es la mejor opción.
¿Por qué?
Porque poner la esperanza en los políticos alimenta un ciclo permanente de decepciones. Incluso si encontráramos a la proverbial persona honesta y le entregáramos las llaves de Palacio Nacional, el margen de maniobra de los gobernantes es bastante más limitado de lo que gente cree, y el potencial destructivo de la administración pública es mucho mayor que su capacidad de construir.
¿Entonces?
La esperanza que tenemos que recuperar es la que surge de la libertad de cada persona, que visualiza el futuro, que enfrenta la incertidumbre y que colabora en la familia, la comunidad o la empresa para darle vida a esa visión, con madurez, audacia y creatividad. En todo caso habrá que construir liderazgos e instituciones que surjan de esa misma esperanza, pero no podemos simplemente encajarle un slogan bonito a un tipo con carisma y esperar que nos saque del atolladero, esa falsa esperanza siempre termina en fiasco.
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Gerardo Garibay Camarena