La cultura de la intolerancia
Si Voltaire viviera en nuestra época sería cliente asiduo de la CNDH. Denunciaría la intolerancia que los medios de comunicación nos recetan con generosidad y filantropía, pensando que hacen gran bien a la sociedad y al país. Ya que México es un Estado laico, es necesario olvidarse de dogmas religiosos. Es el primer dogma que nos imponen para construir el diálogo.
Basta ser un discreto observador para darse cuenta que las religiones enseñan dogmas que son vinculantes, en teoría, exclusivamente para los fieles de sus propias confesiones.
En contraste, desde hace décadas se van imponiendo a todos los ciudadanos nuevos modelos de pensamiento laicista, como por ejemplo, la importancia de ser políticamente correctos en las expresiones morales, económicas, políticas y educativas. En el fondo, se apela a la superioridad del pensamiento único así como a la excelencia del pensamiento débil.
¿No acepta usted las nuevas condiciones para el diálogo? No se preocupe. Quedará excluído de subvenciones, acceso a la administración pública, al mercado laboral, multas, pérdida de la patria potestad, y cárcel incluso.
Nos encontramos ante un nuevo totalitarismo, quizás el más inhumano y repulsivo de la historia. No se permite cuestionar las ideas de la élite intelectual porque se piensa en términos de crítica a la persona que las expresa.
No es correcto equiparar los puntos de vista con la persona, pues el diálogo se volvería imposible. Si se fusionaran ambos conceptos equivaldría tanto como afirmar que criticar sus ideas demostraría desaprobación del personaje. Como si al discrepar se concluyera “soy mejor que tú”.
Si se adopta la actitud de intolerancia se recubren las opiniones frente a toda posible réplica. Todo termina en un tapón a la conversación. ¿Cómo saber si poseemos certezas mentales? Solo existe un camino: la correspondencia con la realidad. Si se rechaza, todo termina en un mal negocio porque ciertamente se neegará que existan pruebas para refutar lo que se afirma o niega.
No es buen negocio desterrar del ámbito público las verdades objetivas. El escollo para las democracias no son las convicciones firmes basadas en razones, sino el espíritu de grupo que conduce a la intolerancia.
Contribuiría a reducir la malquerencia tener presente que cuestionar una idea no es desacreditar ni evaluar a quien la expresa. Porque la actitud de intolerancia termina por no tolerar a los intolerantes.
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Rubén Elizondo Sánchez