La eficacia de los insultos
En las ciudades grandes, con tráfico automotriz muy complicado, se ve un fenómeno interesante. En las horas más complicadas, a pesar de la paralización del tráfico, hay un silencio notable. Cuando ve uno a algún automovilista que toca su claxon con desesperación y ve sus placas, con frecuencia se da cuenta de que el automóvil viene de otro estado. Aparentemente los oriundos de la ciudad complicada, ya se dieron cuenta de que nada se resuelve con los bocinazos. En cambio, los de otras ciudades todavía tienen fe en la eficacia de los claxonazos y, si van acompañados de algún insulto, los creen aún más eficaces.
En estos tiempos post electorales, se está dando un fenómeno similar. En las redes sociales, en conversaciones, polémicas y discusiones, muchos tienen una fe inquebrantable en la eficacia de los insultos para convencer al oponente o, mínimamente, al público que presencia el enfrentamiento.
¿Será el “mal humor social” que comentaba el ex presidente Enrique Peña Nieto? Sería muy explicable si los que perdieron las elecciones fueran los que se dedicaran a insultar a los ganadores. Pero no, la fe en los insultos se da tanto en los ganadores como en los perdedores. ¿Será que los ganadores querían que el 100% de los votantes los hubieran favorecido? Eso sólo ocurre en Corea del Norte, en Cuba, en algunos países africanos y en el difunto estalinismo, que algunos quisieran revivir. Tal vez esperaban a la totalidad de la gente bailando en las calles de la alegría. O tal vez esperaban que los perdedores se callaran y los obedecieran dócilmente. No se entiende porqué, si ganaron, siguen tan enojados.
¿Será que nos tendremos que acostumbrar al odio como sustituto de la razón en los próximos tiempos? ¿Acaso llegaremos al convencimiento de que los insultos no dan resultado, como los claxonazos en los embotellamientos? ¿O tal vez pensarán algunos que es cuestión de tiempo y abundancia para que los insultos den resultados?
En términos generales, cuando hay un debate, quien llega al insulto está demostrando que ya no tiene razones para sostener sus afirmaciones. Pero, en general, en este país no nos hemos entrenado para debatir con argumentos. Entre las muchas deficiencias que tiene nuestra educación, pública o privada, la enseñanza de la lógica formal brilla por su ausencia. Y así difícilmente se puede debatir civilizadamente.
¿Debemos, como sociedad, descender al nivel de confrontarnos sólo mediante el insulto? En mi opinión, sería muy triste. La solución, creo yo, está en nosotros mismos. Por supuesto, en la clase política. En los comunicadores, comentaristas, pensadores. Y en la sociedad en general. Dejar solos a los que insultan. No responder al insulto con insulto. Sí, se siente un desahogo muy sabroso insultar a quienes se nos oponen. También se siente muy bien no quedarnos callados, cuando se nos acabaron las razones para pensar como pensamos. En esos casos, puede que sólo nos quedara el insulto. Entre más procaz, más altisonante, más ofensivo, mejor. Porque no tenemos otra respuesta.
Pero claramente ese no es el modo de convencer a nadie. Ni para lograr colaboración. Mucho menos para gobernar, ni lograr la paz social que poco a poco estamos perdiendo.
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Antonio Maza Pereda