La esencia de la amistad

En los capítulos 8 y 9 de su Ética a Nicómaco (EN), Aristóteles profundiza en lo que es la esencia de la amistad. Escribe: “Nadie quisiera vivir sin amigos aun estando en posesión de los otros bienes”. Para él la más perfecta de las virtudes es la sabiduría, ya que dispone a la actividad más perfecta: la contemplación.

Para Aristóteles, la condición para la vida plena es la amistad intensa, íntima, consciente, deliberada, recíproca, proporcional y virtuosa. Comentando a Aristóteles, Héctor Zagal dice que, en la juventud los amigos ayudan a no errar en el terreno moral, y en la vejez, los amigos son terapia. En la edad madura los amigos ayudan a ejecutar acciones más bellas y dignas de alabanza.

Aristóteles relaciona la amistad con tres virtudes: benevolencia (desear el bien), beneficencia (hace el bien) y concordia (sólo se da entre personas justas).

Escribe Aristóteles: El amigo quiere que su amigo exista y vida porque lo ve “como otro yo” (cfr. EN IX,4); el amigo quiere bienes para su amigo (EN VIII,2); la amistad implica reciprocidad (EN VIII,2). No todo puede ser objeto de amistad, sólo lo amable, lo bueno, agradable y útil.

La amistad es una decisión deliberada –la escojo, la quiero-; la amistad espontánea no existe. Es un hábito que configura nuestra vida. La amistad va acompañada de virtud. Si un “amigo” te hace daño, no es amigo verdadero.

Querer al amigo por su carácter es querer lo que el otro quiso ser. Divertirse con los amigos es natural y sano pero con eutrapelia, es decir, con la virtud que modera el exceso en las diversiones.

Para Aristóteles la amistad perfecta es la de los hombres buenos y virtuosos. El hombre virtuoso ama la virtud en sí y en otro. El vicioso ama el vicio en sí y en otro.

El amor de benevolencia ama al amigo por lo que es. El amor de concupiscencia instrumentaliza a la persona y la ama por lo que puede darle. Nada hay tan propio de los amigos como la convivencia. El amigo realiza el bien útil, deleitable y honesto. Un amigo verdadero impide que su amigo realice actos malos. Quiere que su amigo siga siendo virtuoso, por eso lo corrige. Los amigos piensan y desean lo mismo en cosas importantes. Esta clase de unanimidad se da en los buenos. Esta clase de unanimidad no es posible entre los malos, excepto en pequeña medida, porque cada uno procura ventajas para sí (EN, IX,6).

La amistad se genera y se conserva si hay benevolencia. El hombre feliz debe tener amigos. No es propio del hombre vivir en solitario. El hombre tiene amigos porque el ser es bueno y amable en sí mismo. La amistad perfecta sólo se genera entre personas de carácter excelente. Nerón no sabía ser amigo. Desterró a Vespasiano porque no le gustaban sus poemas, y Séneca fue a la muerte por ese motivo.

Ahora bien, la amistad sólo puede darse en personas que son dueñas de sí mismas. En egoístas se da la amistad útil e imperfecta.

El buen amante de sí mismo ama los bienes de la razón, el más importante es la sabiduría. El mal amor de uno mismo no puede reposar consigo mismo. Es contradictorio e inestable. Elige lo que acaba dañándole. Vive el remordimiento y la culpa.

Cada persona está íntimamente dispuesta para sentir y tratar a su amigo de la misma manera como se siente y se trata a sí mismo. El amigo se complace en su amigo y lo ama con amor de amistad, no de exclusividad.

La amistad se conserva cuando hay trato y convivencia. Según Aristóteles, ¿cuándo hay que disolver una amistad? Hay que disolverla con los que no quieren cambiar, pero sí después lo quieren, hay que volver a ella.

Jesús es el amigo entrañable

Aristóteles no llega a la época cristiana así que podemos añadir algo más porque no supo que Jesús es el amigo entrañable. En su vida terrena Jesús entra en relación con personas muy distintas: enfermos, transeúntes, parientes, pecadores, espías, etc. Pero en torno a él se mueven sobre todo sus amigos. Así llama Jesús a sus discípulos: “amigos”. Ante la tumba de Lázaro dice la gente: “Mirad cuánto le amaba” (Juan, 11,36).

Por el Amor que nos tiene, Jesús nos hace amigos suyos. El don del Espíritu Santo nos sitúa ante una relación nueva con Dios; su Espíritu nos hace hijos del Padre y nos introduce en una especial intimidad con Jesús (cfr. Noticias julio 2017, p. 6). Tenemos una unidad profunda con él de conocimiento y de in tenciones. Como decía San Agustín: la amistad consiste en amar y rechazar lo mismo (ídem velle, ídem nolle).

Para que haya amistad se necesita conocimiento de esa persona y afecto. Resuenan las palabras de San Agustín: noverim Te, noverim me, “Señor, que te conozca y que me conozca” (Soliloquios II,1.1). Es decir, el trato personal con Jesucristo es el nervio de la vida interior. Cristo nos espera y nos acompaña como un amigo en todo momento, ¡para eso se encarnó!, pero podemos no reconocerlo, no percibir su presencia. Por eso podemos hacer de la propia vida tema de conversación con Dios.

San Josemaría recomendaba: Te aconsejo que en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Contémplalo, y luego cuenta lo que a ti te sucede (cfr. Amigos de Dios, 253). Imagina la cara de la gente, el rostro de Jesús, y tú, estás allí presente, asombrado y atento.

Hay que acercarse al Evangelio con una actitud de oración, sin prisa, detenidamente. A nadie le gusta que su interlocutor tenga prisa, así podremos preguntarle al Señor: ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Cómo responder a lo que propones? Ayúdame. Existen muchas vías para tratar a Jesús a través de la Escritura. Y lo más importante es que Jesús nos espera en el Sagrario y en los demás, lugar privilegiado para encontrarle; allí está el Amigo entrañable.

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Rebeca Reynaud

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