La formación de valores en los hijos

Un error frecuente que recuerdo en mi adolescencia, cuando algún niño o joven no tenía buena conducta, era que los mayores de inmediato preguntaban: “-¿En qué escuela estudia?”

Pero, más bien, lo que uno debería preguntarse es por la formación que los chicos recibieron de sus padres en su hogar.

La moderna Pedagogía habla de la “Formación Integral de los hijos”. Es decir, señala que debe de abarcar no sólo el aspecto académico para que obtengan buenas calificaciones, sino también, y sobre todo, el inculcarles buenos hábitos, como por ejemplo: el orden, el aprovechamiento del tiempo, la sobriedad y la sinceridad, el esfuerzo en el estudio y el trabajo, la generosidad y la justicia, la obediencia y el compañerismo, la responsabilidad, la alegría y el optimismo, etc.

La familia es la primera y principal escuela de virtudes y valores. En la familia se consigue que los hijos crezcan en esos valores porque están motivados por el verdadero amor. Dicho en otras palabras, no crecen en esas virtudes por un mero “voluntarismo” como “cumplir el deber por el deber mismo”. Porque llega el momento en que el niño o el adolescente se hartan de que se le exija cumplir algo que no entienden ni comprenden. De ahí la importancia de enseñarles a razonar. Que sepan que, por ejemplo, crecer en la virtud del orden redunda en su propio beneficio.

Recuerdo que cuando estaba en la Primaria, con la ayuda y asesoría de mis padres, procuraba hacer las tareas bien. Un día tras otro. En las materias de Geografía, Historia y Gramática, mi madre me ayudaba. Pero en los difíciles problemas de Matemáticas, esperaba a que llegara mi padre, un poco más tarde, para resolverlos acertadamente. Ya después, en la Secundaria, me valía por mí mismo, porque se me había fomentado el hábito del estudio.

Otra norma o costumbre, era que mis seis hermanos y yo debíamos hacer, en primer lugar, las tareas escolares y después podríamos hacer un rato de deporte con los amigos o ver nuestro programa favorito en la televisión.

Cuando venía la temporada de exámenes trimestrales o finales, nos animaban a poner un particular esfuerzo para obtener buenas notas. Recuerdo la alegría que nos daba el pasar con buenas calificaciones al siguiente año escolar. Era la consecuencia lógica de ese esfuerzo mantenido.

Algunas veces recibíamos preceptoría académica de los profesores y, en otras ocasiones, conversaban privadamente con nuestros padres. De esta manera, se establecía un puente de comunicación “escuela-familia” para ayudarnos a mejorar también en la parte humana, además de la académica.

Otro aspecto fundamental es la formación en la “fuerza de voluntad” de los hijos para conseguir las metas que aspiran, como por ejemplo, aprender a tocar un instrumento musical, practicar más un deporte para lograr incorporarse a la selección escolar o animarse a participar en un concurso de matemáticas, oratoria o poesía. En esto, la ayuda y el apoyo de los padres resulta clave.

Me viene a la mente, cuando el hijo de un amigo mío mostró que tenía buen oído y particular habilidad para tocar el piano. Se le inscribió en una academia musical y, posteriormente, fue admitido en la orquesta del colegio. Esta orquesta de niños viajó por varias ciudades de Estados Unidos para dar conciertos. Tanto los padres como el hijo mostraban un gran gozo y satisfacción, además de que se crece en la virtud de la solidaridad y el compañerismo.

Todo ser humano está llamado a ser feliz. La superación personal, la autoestima, la alegría y la felicidad de las metas logradas forman un estrecho entramado que conducen a la autorrealización como personas.

Otro concepto fundamental es que los hijos deben sentirse queridos en cualquiera de las etapas de la vida en que se encuentren. A menudo ocurre que las manifestaciones de afecto se prodigan en la infancia, pero al llegar a la adolescencia, particularmente los padres, tienden a volverse más fríos y secos con sus hijos varones y eso es fuente de innumerables traumas y resentimientos. Me contaba un amigo que no recordaba la última vez que su padre le había dicho que lo quería, sino cuando estaba agonizando. Y esto me lo contaba con lágrimas de dolor.

Sin duda, la mejor herencia que se puede dejar en los hijos es que tengan una mentalidad optimista y alegre frente al mundo y a la vida porque el ejemplo de los padres ayuda a educar bien.

En cuanto a la generosidad, tengo muy grabado el recuerdo de un buen amigo mío que en el mes de noviembre les decía a sus hijos:

-En diciembre –como todos los años– vamos a repartir ropa, buenos juguetes y dulces a los niños huérfanos. Vayan separando todo lo que piensen que se podría regalar, pero ¡qué esté en buen estado! Y despréndanse de algún juguete que les guste especialmente, porque eso les ayudará mucho a ustedes y a todos”.

Efectivamente, llegando la fecha acordada y al ver los rostros llenos de alegría de los pequeños huérfanos, sus hijos comentaban:

-“¡Qué feliz me siento! –decía la más pequeña– porque entregué esa muñeca que tanto me gusta a una niñita”.

-“¡Regalé un buen balón de futbol a un pequeño que noté que nunca le habían regalado algo parecido y con su cara de felicidad me sentí más contento yo que él!”, decía otro de sus hijos.

En conclusión, la formación de los hijos es una tarea que no termina nunca y los frutos se aprecian y aquilatan a la vuelta de los años.
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Raúl Espinoza Aguilera

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