(La planificación económica centralizada conduce) hacia el totalitarismo

«Cortesía de la Biblioteca Ludwig von Mises»

En plena Segunda Guerra Mundial, Hayek observó que la lucha contra el nazismo no estaría completa si no se combatía la raíz de los fenómenos totalitarios que arrasaban Europa. Por esta razón, a modo de advertencia, se puso a escribir un libro pequeño, en el que pensaba que sólo ponía de manifiesto una serie de obviedades sobre las consecuencias inevitables de la planificación central de la economía. Pese a que el autor nunca estuvo del todo satisfecho de ella, esta obra se convertiría en la más leída de entre las suyas, y en uno de los ensayos políticos más importantes del siglo XX.

Hayek conocía perfectamente los problemas económicos que inevitablemente trae consigo el comunismo, después de su papel central (junto a su maestro Mises) en el debate sobre la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo. Sabía, pues, que ninguna de las formas totalitarias que entonces gobernaban en Europa (nazismo, fascismo y comunismo) traería ningún bien, sino una mayor miseria. Pero quedaba por desentrañar que el horror profundo del gobierno absoluto, las matanzas masivas, la destrucción absoluta de la libertad, eran también una consecuencia inevitable del colectivismo.

La tesis principal de este libro es que los fines no importan si el medio empleado es la planificación económica centralizada. Todos los regímenes políticos que la enarbolan como solución terminan pareciéndose como gotas de agua, llevando a la destrucción de la democracia y obligando a los ciudadanos a recorrer el camino de servidumbre al poder político.

Muchos aducían, y aducen, que la planificación sólo afecta a la libertad económica, olvidando que sin propiedad privada estamos siempre a merced de los demás. Y cuando el propietario único es el Estado, la dependencia del mismo difiere muy poco de la esclavitud.

Pero Hayek va más allá. Vamos a poner un ejemplo de sus razonamientos. Muchos creen que el totalitarismo puede ser bueno si sus dirigentes también lo son. Lo que indica Hayek es que dichos dirigentes serán siempre lo peor de entre los más criminales. Este hecho, que la historia ha corroborado en innumerables ocasiones, es demostrado con sencillez y lógica: puesto que para gobernar de forma totalitaria hay que imponer los fines del colectivo sobre los del individuo, el dirigente deberá coaccionar a muchísimas personas. Esa coacción tomará las repulsivas formas del encarcelamiento, la tortura y el asesinato. Sólo podrán dirigir, por tanto, aquellos que estén dispuestos a tomar esas medidas para imponer sus tesis, es decir, los peores elementos de la sociedad.

Lo más asombroso de este libro es su renovada actualidad. Su descripción de las formas y modos que emplea el totalitario resultan de inmediata aplicación a situaciones tan aparentemente distintas como el régimen nacionalista vasco o el perenne desastre argentino. Sigue, por tanto, siendo necesaria la advertencia que contienen sus páginas. Quizá siempre lo sea.

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El artículo original se encuentra aquí.
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