Las ilustres doctrinas de la época

En junio pasado asistí a una asamblea internacional sobre “Cultura Contemporánea”. Durante la disertación inaugural, el expositor relató la siguiente anécdota: en una conferencia le cuestionaron sobre cómo era posible que mientras tantos niños morían de hambre, él se dedicara a la filosofía y a la teología. La respuesta fue ágil: “precisamente por eso, justo porque se dejó de pensar en filosofía y en teología. Casi nadie se dedica ya a pensar, por lo tanto, una consecuencia es que los niños mueren de hambre”. Yo no digo que la solución al problema alimenticio se resuelva solamente pensando, pero si no se piensa bien no habrá remedio posible a ningún problema, incluyendo el alimenticio.

Podría ocurrir que las líneas anteriores se entiendan como una declaración de guerra contra las ideologías dominantes de nuestra época y que susciten cierta hostilidad contra el dogma tan extendido que enuncia lo políticamente correcto, como lo idealmente correcto.

En México, cuando se toman decisiones de gobierno –un poco bárbaro todavía– se debe considerar la necesidad de fundamentar las ganas de servir a la sociedad y a las personas en una mirada inteligente de la realidad, y no solamente desde la pragmática conveniencia de los beneficios particulares.

Suele surgir como concluyente la creencia de que pensar bien –recta ratio– sería sólo una oposición absurda entre el modo especulativo y teórico de la razón humana y la práctica más pragmática que caracteriza a las políticas públicas, en orden a la conservación de la propia doctrina del partido en el gobierno.

Las gloriosas ideologías de nuestra época se vierten así, de manera radical, en los diversos aspectos educativos de nuestra cultura, que lentamente prescinden y dinamitan las bases originales de la civilización occidental. Desde las bellas artes, las modas, las legislaciones, hasta la ética, la religión y la dimensión espiritual del hombre, padecen quebranto y deterioro.

No deja de sorprender que ciertos gobernantes apuestan por las ilustres doctrinas de la época, de manera que ya no representan equivocaciones de índole pragmático, sino que pasan a expresar la forma satisfactoria de lo que denominan tener la mente despejada y ser valeroso ante los nuevos retos que exige nuestro tiempo.

En mi opinión, el escenario sólo puede revelar una idea: que al conjunto social y al dirigente político le importan muy poco tener razón filosófica; o dicho de otra manera: nada les concierne en cuanto al pensar bien, si es que todavía hay capacidad de hacerlo.

Asistimos al crepúsculo del gran período revolucionario. Momentos incisivos frente a las teorías generales practicadas mundialmente en el siglo XX. Se deduce que la libertad al día de hoy es demasiado restrictiva y la confusión extremadamente sistemática. Nos resulta demasiado religioso el ateísmo, puesto que el problema gravita en torno a si todavía esa palabra significa algo.

Sobran ejemplos de levedad racional. Afirmar que la vida carece de sentido es casi lo mismo que admitir que llovió ayer por la tarde y que tal vez mañana no salga el Sol.

Cuando se liquidaron los cotos a todas las equivocaciones, se pensó que era el modo indispensable para comenzar el perfecto descubrimiento filosófico y religioso verdadero. Hoy, las opiniones valen por igual. Al presente, nos dicen, es indispensable aportar nuestro argumento autónomo. Y ¡oh sorpresa!, descubrimos así la certeza gloriosa de que nada de lo que se diga es relevante en ningún sentido.

Que incongruencia. Ahora que tantos medios de información nos invitan a colaborar, –cada opinión abre una conversación–, no deja de asombrar cuan poco se debate sobre el ser del hombre. Y justo en el siglo XXI, cuando precisamente, por primera vez, todos pueden debatir sobre el tema.

Yo me cuento entre las personas que todavía piensan que lo más significativo y valioso de los seres humanos sigue siendo su concepción del universo, del hombre y de Dios. Creo en el regreso a lo fundamental. Y por muchas más razones que las anotadas en el presente espacio.

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Rubén Elizondo Sánchez

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