Los 85 de Francisco
Jorge Mario Bergoglio cumplió este 17 de diciembre 85 años, la edad que tenía Benedicto XVI al renunciar, casi la edad de San Juan Pablo II al fallecer (84 años, 11 meses). Como se puede ver, una edad crucial. Pero, a pesar de su reciente intervención quirúrgica y a que tiene un pulmón funcionando a media capacidad –le extirparon un lóbulo del pulmón derecho cuando tenía 21 años–, al Papa se le ve en plena forma, metido al 100% en los graves problemas de la humanidad y en los desafíos de la Iglesia.
En efecto, Francisco ha metido nuevamente a la Iglesia en el gran debate contemporáneo, siendo una voz escuchada en lo referente al cambio climático o a la crisis de los migrantes, por citar sólo dos rubros donde su intervención ha sido decidida y ampliamente reconocida. Le ha plantado cara, con humildad y decisión, a la crisis de pederastia en la Iglesia; pero no se ha limitado a ser un apagafuegos en este aspecto, pues ha relanzado a la Iglesia a un decidido apostolado: “la Iglesia en salida” como le gusta llamarla, y ha vuelto en ese intento, a lo esencial, a anunciar con nuevos bríos, a Jesús de Nazareth a un mundo cansado.
Francisco, con sus gestos, ha dado una nueva fisonomía al papado. En efecto, son paradigmáticas y ejemplares las imágenes de todo un Papa lavándoles los pies a un grupo de delincuentes en una prisión; o departiendo con los “sin techo” el día de su cumpleaños; o besándoles los pies a un grupo de dirigentes africanos suplicándoles que pongan fin a una guerra fratricida.
Digamos que, por gestos elocuentes, no se queda corto su pontificado, todo lo contrario. Y, esos gestos, no forman parte de una estudiada campaña mediática, sino que son auténticos, pues ya los vivía siendo arzobispo de Buenos Aires. Sólo los ha llevado a la Sede de Pedro, y ahí han tenido un efecto multiplicador, que confronta a la Iglesia misma, de forma que todos nos sentimos inclinados a salir de nuestra zona de confort al encuentro del hermano que sufre; todos nos sentimos interpelados a contribuir para hacer de este mundo un mejor lugar, luchando contra las estructuras de pecado o, en positivo, para edificar la civilización del amor.
El Papa Francisco también ha tenido muy presentes a los de su edad desde el principio del pontificado. Ha denunciado con fuerza a la “cultura del descarte”, siendo los ancianos los primeros olvidados o relegados por una sociedad marcadamente individualista, donde lo que cuenta es el “yo” y sus apetencias.
Paradójicamente ahora es un anciano el protagonista, un anciano con una inmensa capacidad de convocatoria de jóvenes a través de las Jornadas Mundiales de la Juventud que le ha tocado presidir. Un anciano con alma joven que clama para que no se les arranque a los jóvenes la esperanza, que se dirige a un mundo donde tantas veces los jóvenes ya enfrentan la vida con un corazón cansado; el alto y creciente índice de suicidios juveniles no permiten exagerar este punto. Un anciano que invita a los jóvenes a entablar el diálogo con sus abuelos para que sean conscientes de sus raíces y no sean desarraigados y por tanto fácilmente manipulables.
Por todo lo anterior, no nos queda sino agradecerle a Francisco su fidelidad a Dios, a la Iglesia, a la humanidad. Agradecerle y, ¿por qué no?, admirar su vitalidad espiritual, su empuje, sus enfoques directos, claros, esperanzadores. Es, sin lugar a dudas, un ejemplo de vida lograda. Desde la altura de sus 85 años puede verse toda su vida con cierta perspectiva, y se puede concluir que ha valido la pena, que todo ese esfuerzo y sacrificio han producido dos realidades estrechamente emparentadas: una vida feliz –la de Jorge Mario Bergoglio– y una vida fecunda; nos enseña así cómo vida feliz y vida fecunda, van de la mano. ¿El secreto? Una vida de fe, de esperanza, de caridad.
¿Qué podemos hacer en consecuencia? Agradecer a Dios el habernos dado un pastor como Francisco, con su vida a la par feliz y fecunda. Rezar por él, pues el peso de la Iglesia y del mundo que se ha echado sobre sus espaldas es muy grande, y no podemos permitir que lo lleve solo, sino que se encuentre respaldado por nuestras oraciones. “Rezad por mí” es su insistente petición y no nos queda más remedio que acogerla con generosidad. Y aprender de él cómo una vida de fe es una vida fecunda, una vida que vale la pena, una vida plena, una vida feliz.
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P. Mario Arroyo
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Pensar en Cristiano