Movimiento, luz y mensaje
En la columna inicial describí brevemente las raíces de nuestra Cultura Occidental: Grecia, Roma y la Iglesia Católica. Las podemos imaginar como “anclas” y mirarlas como si fueran las raíces de un árbol. Por medio de ellas, el tronco se abraza con firmeza al suelo en que está plantado y se nutre del alimento que proporciona la tierra.
Todos tenemos hambre de calar en este tipo de conocimientos y de comprender más a fondo quién es el ser humano. Por eso mismo, no es ocioso descubrir los enemigos de las humanidades, como, por ejemplo, el pragmatismo ético o el relativismo social que abruma y sofoca de manera uniforme tantas mentes como proyectos personales con frecuencia llenos de vacío. Diversas son las razones en favor de la conquista de la propia y adecuada formación humanista, así como de la reflexión sobre el lugar central que desempeñan la Filosofía y la Teología en el quehacer diario de la vida.
Ahora, amigo lector, deseo obsequiarte con algunos trazos ligados a las primeras civilizaciones.
Es necesario indagar si lo que conocemos de ellas proviene por vía directa o indirecta. Según algunos historiadores, la inmensa noche de la prehistoria se conoce solamente por medios indirectos, a saber: los útiles o herramientas, los restos humanos y las huellas de nuestros antecesores. Son certezas fácticas sujetas a la interpretación por parte de los especialistas. Por otra parte, hay coincidencia en que a partir de la invención de la escritura inicia propiamente la historia de la humanidad.
A partir de las ideas escritas conocemos directamente lo que ocurrió. Una idea necesita de palabras: sin palabras no puede haber intercambio, sólo puede haber un cosquilleo en la conciencia, parecido a un hormigueo en la piel. En los albores de la historia no se apresuraron en fabricar vocablos, como tampoco en conquistar una patria: no tenían mapas ni meta alguna en su migración. Buscaban pastos para sus animales. Todo era borroso, fluctuante, oscuro: las fronteras, los pueblos, todo. La escritura empezó a ser constante, cada vez más cristalina, como un diamante. Había que pulirla sin cesar para que brillara cada vez con más luz propia. Y eso es lo que hicieron.
La Historia, en cierto sentido, es siempre una imagen fija porque lo que ya ha ocurrido ya está muerto de manera irreversible. No así la palabra escrita. Los valores de la cultura occidental tienen vida propia, movimiento, luz, mensaje. Por ellos conocemos diversos rasgos que describen las primeras luces lejanas de nuestra civilización.
Para enriquecer la comprensión del hombre, es de gran ayuda recurrir a los conocimientos que aporta la Historia Universal. Ella descansa sobre algunos principios que se complementan entre sí. De la combinación y trabazón de los principios se conforma el entramado que da origen y sustento a la civilización. Así, por ejemplo, la realidad de la existencia de Dios; la realidad del hombre y sus leyes; y la realidad de la naturaleza y sus códigos de articulación. Esos tres descubrimientos humanos nos transportan a la aurora de la cultura y nos explican su origen. Y explican también la historia que tú y yo forjamos cada día en nuestra propia vida y en la patria que edificamos.
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Rubén Elizondo Sánchez