Relativismo: ¿Por dónde camina el planeta Tierra?
No dejaría de sorprenderme si me entero de alguien que piense que su desarrollo personal en esta vida es una pauta fiel del sendero que sigue el mundo. Cada uno vamos a nuestro paso. Rápido, lento, o más veloz que los demás. Presumiblemente estamos de acuerdo en que la libertad y la fraternidad, pero sobre todo la primera, son valores en los que coinciden todas las culturas, sociedades y naciones que se dicen libres y que lo son en realidad.
No creo equivocarme si afirmo que no son pocos los que consideran que transitamos por el camino correcto hacia el progreso y la paz.
Sin embargo, no me parece encontrar alguna razón suficiente para suponer que el mundo pueda evolucionar mejor a través de la tecnología o alguna metamorfosis externa. Y eso que trato de ser de los más optimistas frente a la gran devastación ética –no confundir ética natural con religión– que padece la civilización moderna. Para satisfacer las necesidades humanas no basta el progreso material. Digo más: no basta progresar. Progreso no es sinónimo de mejora. En efecto, un tumor canceroso progresa y conduce al paciente a la tumba. El progreso puede avanzar mejor o peor, pero nunca es neutro.
Contamos con mucho mayor dominio sobre la naturaleza que en épocas anteriores, pero acabamos consagrándolo para la destrucción o para mejorar la calidad de vida, siempre y cuando permitamos que suceda la vida. ¡Qué paradoja!
Acreditamos el mayor desarrollo económico que ha conocido la humanidad mientras constatamos sorprendidos el inicio de la más grave crisis económica de la historia. Sabemos cada día más y más, y nos parece que todo ese conocimiento es incapaz de resguardarnos de la tempestad que se aproxima.
A nuestro mundo no le falta ciencia experimental, ni capitales, ni arrojo, ni empuje. Nos excedimos en antropocentrismo a la par que eclipsamos el teocentrismo. Carecemos de suficiente vitalidad espiritual, aunque los mass media continúen refutando esta necesidad, si bien no de manera directa sino indirecta: no hablando de ella y desacreditando radicalmente a quien pretenda esgrimir remedios de esta índole.
En la medida en que los gobernantes retrasen la recuperación de las energías espirituales, éticas y morales, será menor la posibilidad de saltar por encima de la decadencia que devastó a grandes y deslumbrantes imperios. Me refiero a potencias de la antigüedad clásica, medieval y moderna. Y no estamos muy lejos de esa encrucijada. Me atrevo a decir que transitamos ya en ella.
La vitalidad espiritual supone esclarecer los núcleos fuertes de significado, los pensamientos finos –pero nunca débiles– referenciados a la persona, la familia, la sociedad y el gobierno. Estas cuatro dimensiones constituyen la esencia misma del target, de los esfuerzos para atacar el problema. ¿Por dónde transitan ahora estos cuatro núcleos de significado, si es que todavía el hombre posee la capacidad de descubrir su contenido?
Me quedé alarmado y consternado al escuchar en Radio Fórmula, hace algunos días, una entrevista que abordó el concepto de fidelidad conyugal. “Para ti, ¿qué es la fidelidad?”, preguntó la entrevistadora. La persona interrogada –una mujer– contestó: “Pues lo que cada uno decida”. Es decir, ahora el criterio de certeza y de verdad, se encuentra en el significado que a cada quién le acomode. Tal vez avanzamos por la vía correcta, dirá más de alguno. Lo dudo, porque si arbitrariamente disponemos lo que se debe entender por fidelidad conyugal, la pregunta y la respuesta salen sobrando. Más aún, sería lo mismo ser fiel que ser infiel. Una parte negaría lo que la otra parte afirma y viceversa. Florecería un diálogo de tontos.
Mala apuesta sería confiar la solución a la Dictadura del Relativismo. Porque si todo es relativo, entonces nada es relativo. Terminaría por imperar la ley del más fuerte. Así vivimos ahora. Nadie posee la verdad, al parecer. No hay puntos de apoyo. ¿Qué se puede proyectar así?
Si aceptamos la solución del consenso o de la democracia –sea esta relativa o calificada–, sólo nos queda admitir que la certeza y la verdad no dependen de la realidad, de lo que las cosas son, sino de lo que decreta la mayoría. La realidad puede transformarse, lo cual es evidente, pero no puede falsearse. Si la realidad sólo es aparente, despojamos a la verdad de su significado mismo.
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Rubén Elizondo Sánchez