Por qué los políticos muchas veces no protegen los derechos de propiedad de los pobres
Adam De Gree
«Cortesía de la Biblioteca Ludwig von Mises»
El economista peruano Hernando de Soto ha dedicado su vida a aliviar la pobreza en el mundo subdesarrollado. Su investigación, bien recibida tanto por la izquierda como por la derecha, documenta los obstáculos burocráticos que impiden que los ciudadanos normales en estados como Egipto, Colombia e Indonesia obtengan licencias para abrir negocios. En muchas naciones hacen falta centenares de días de espera en torno a las oficinas públicas adquirir permiso para abrir una panadería o una lavandería. Esto hace que solo los ricos y bien relacionados puedan acceder al “sector formal” de la actividad aprobada legalmente. Como consecuencia, los pobres se ven empujados al sector informal, que a menudo comprende más del 70% de la economía.
Años de investigación llevaron a Soto a la conclusión de que la privatización en Latinoamérica, África y buena parte del mundo postsoviético no ha hecho lo suficiente por ayudar a los pobres, precisamente porque se ha limitado al sector formal. Como los pobres trabajan dentro de la economía informal, no logran los beneficios de las protecciones de la propiedad privada. Sus tierras son expropiadas sin previo aviso, sus casas son derruidas en proyectos de urbanización y sufren constantemente presión de la policía corrupta. En El misterio del capital, Soto explica por qué a menudo parece que “El capitalismo triunfa en Occidente y fracasa en todos los demás lugares”. La obra remonta el desarrollo de la propiedad privada al sistema de derecho común de Occidente y yuxtapone este desarrollo al estancamiento de los sistemas de derecho estatutario en el resto del mundo.
Las implicaciones para el mundo en vías de desarrollo están claras: sin la estructura legal apropiada, el mercado no es libre en absoluto. La privatización debe venir de la mano de leyes que reconozcan los derechos de propiedad de los pobres. ¿Pero qué pasa con el mundo desarrollado, que Soto excava en busca de ideas dentro de la arquitectura oculta del capitalismo? ¿Está la institución de la propiedad privada en su etapa “final” de desarrollo en un país como Estados Unidos?
La respuesta, por supuesto, es que no: no hay ninguna etapa final en el desarrollo de ninguna institución social. La propiedad privada se desarrolló a lo largo del tiempo y sigue desarrollándose. Y eso puede que sea bueno, porque la institución no está adecuadamente calibrada para acomodar las necesidades acuciantes de las sociedades postindustriales.
De hecho, a lo largo de la historia de EEUU, los tribunales han descartado a menudo los derechos “puros” de propiedad a favor del desarrollo. Mises afronta esto directamente en La acción humana:
Las leyes referidas a los daños y perjuicios fueron y siguen siendo deficientes en algunos aspectos. En general, se acepta el principio de que cada uno es responsable por los daños que sus acciones hayan infligido a otros. Pero ha habido lagunas que los legisladores no se han apresurado a cubrir. En algunos casos esta indolencia ha sido intencionada, porque las imperfecciones estaban de acuerdo con los planes de las autoridades. Cuando en el pasado en muchos países los dueños de fábricas y ferrocarriles no fueron considerados responsables de los daños que la dirección de sus empresas infligían a la propiedad y la salud de vecinos, clientes, empleados y otros debido al humo, hollín, ruido, contaminación del agua y accidentes causados por equipos defectuosos o inapropiados, la idea era que no había que perjudicar el progreso de la industrialización y el desarrollo de instalaciones de transporte. Las mismas doctrinas que impulsan y siguen impulsando a muchos gobiernos a estimular la inversión en fábricas y ferrocarriles mediante subvenciones, desgravaciones fiscales, aranceles y crédito barato actuaron en la aparición de un estado legal de cosas en el que la responsabilidad de dichas empresas estaba formal o prácticamente anulada.
Como indica Mises, la delimitación de la propiedad privada es el resultado de un proceso político, no económico. Parlamentos y jueces deciden qué actividades se consideran molestias a prohibir y cuáles no. Las grandes empresas basan por tanto sus acciones en estas guías. La consecuencia es que los ecologistas han identificado incorrectamente al capitalismo como culpable de un delito que en realidad han cometido los agentes del estado.
En otras palabras, el gobierno ha hecho un trabajo pésimo a la hora de definir y proteger nuestros derechos de propiedad. En un caso judicial tras otro, los derechos sobre el aire y el agua de las personas se han ignorado a favor de proyectos industriales y de transporte concebidos en “interés público”. La consiguiente degradación medioambiental es el resultado de una perversión del sistema de libre mercado. En un mercado que funcione adecuadamente, los pleitos de daños y perjuicios serían una forma mucho más eficaz de tratar los problemas medioambientales (Coase dejó esto claro ya en la década de 1950). Por el contrario, aumentos masivos en los territorios públicos administrados federalmente son alabados por los activistas como victoria para el ciudadano común y el medio ambiente.
Esto ignora el hecho de que la propiedad “pública”, incluyendo el aire y las corrientes de agua estadounidenses, tiende a ser la más contaminada. Las ramificaciones de estas políticas (de ignorar los derechos privados a favor del “bien público” han sido contraproducentes. Han generado un extenso daño medioambiental que de hecho daña el “bien público”. Igual que el mundo en desarrollo, la única salida es una mayor delimitación de los derechos de propiedad privada. La ideología de los intereses públicos ha fracasado.
Los ciudadanos occidentales tienen buenos motivos para aplicar las ideas de Soto a problemas de sus sociedades. Las naciones “desarrolladas”, después de todo, siguen desarrollando tecnologías y estructuras legales en el siglo XXI. Si esa evolución trae una mayor delimitación de los derechos de propiedad privada, rebajará simultáneamente los incentivos para la dura regulación que actúa como un inmanejable esparadrapo sobre las lagunas que marcan la institución de la propiedad privada.
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