Reivindicar las raíces de la Cultura Occidental

El desarrollo y evolución del ser humano como tal precisa de tres fundamentos inseparables pero distintos entre sí. Son tres grados complementarios que sugieren la necesidad del conocimiento de realidades disímiles pero conexas. De esta ligazón se desprende, como fruto razonable, la sosegada comprensión plena y, al mismo tiempo, profunda del nudo existencial antropológico y teológico de la especie humana, en orden a su realización personal y a su habilidad para ser feliz.

El encuentro del hombre -varón y mujer- con la fe y la razón y cuya génesis se pierde en la oscura lejanía de millones de años o en la dilatada noche de la prehistoria, supone el previo conocimiento de realidades heterogéneas que no dependen del antojo del momento ni del estado emocional de coyuntura. Las tres gradaciones a que me refiero implican necesidad en oposición a contingencia o azar y enlazan con precisión los requisitos indispensables sin los cuáles el hombre es inviable como proyecto y como finalidad.

La conciencia de que existen claramente dos mundos, uno divino y otro terrestre; la creencia de que la vida se corresponde y se conserva gracias a un principio inteligente creador y providente; la necesidad de cierta e indiscutible facultad inherente al cumplimiento de leyes que posibilitan la vida en sociedad requeridas por la autoridad, parece que orientan la mirada hacia una triple realidad: la existencia de Dios, la existencia de leyes en el interior del hombre así como la presencia de ordenamientos o maneras de proceder insertas en la naturaleza física exterior.

Por medios indirectos atrapamos huellas, rastros, utensilios, herramientas y restos humanos y psicológicos que por unanimidad remiten a la consideración de la coexistencia de un umbral primigenio que posibilitó la vida humana en el planeta Tierra.

Acontecimientos decisivos en la historia de la humanidad facilitaron el origen de la cultura y civilización de nuestro planeta. Por ejemplo, el instante en que el hombre conquistó el dominio sobre el fuego, o la centella que iluminó la urgencia de comunicación por medio de pinturas rupestres, en aras de seguridad y pervivencia, son hechos cuya temporalidad se pierde en la lejanía de los siglos.

Reconocemos, de igual forma, con positiva claridad y gracias a la invención de la escritura, otros eventos tan cercanos como la cultura más antigüa datada hace nueve milenios A.C. descubierta en Jericó; o la expansión indoeuropea por toda Europa al comenzar el segundo milenio antes de Cristo, así como la existencia de diversas dinastías en la ciudad de Ur en Mesopotamia, con Abraham como padre del Islam, del Judaísmo y del Cristianismo; y el descubrimiento del pensamiento filosófico, -logon didonai, “dar razón de”- aportación inigualable del genio griego.

En este sentido, somos beneficiarios del pasado y relacionales en dimensión absoluta. Todos dependemos de todos. Somos inviables al margen de tales realidades heterogéneas. El comercio, por ejemplo, relaciona a los pueblos entre sí, especialmente en los enclaves mediterráneos. Los fenicios fueron protagonistas y les debemos, entre otras aportaciones, el alfabeto en su construcción latina.

Dos pilares de nuestra civilización provienen de Oriente: Grecia, la patria intelctual, y la Iglesia Católica, la misma fe, el dogma, la moral y el culto. El tercer pilar es Roma: el Estado de Derecho, la Justicia y las Leyes. Elementos aglutinantes que, si se olvidan o desechan, pulverizan irremisiblemente la cosmovisión occidental que construyó la cultura en que vivimos.

Bien vale la pena reivindicar nuestros orígenes. ¡Back to Basics! implica rescatar esta trilogía fundante y eminente.

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Rubén Elizondo Sánchez

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