Setenta millones de muertos

P. Santiago Martín
(Franciscanos de María)

Lo que está sucediendo en Ucrania es horrible. No hay justificación posible para tanta destrucción.

El mundo contempla, asustado, cómo en el siglo XXI se cometen atrocidades iguales o peores que las del pasado, que ingenuamente considerábamos ya desaparecidas para siempre. El número de muertos es difícil de precisar, pero sí sabemos que hay más de cinco millones de refugiados.

Pero, ¿qué diríamos si los muertos hubieran llegado ya a los setenta millones? El horror, el espanto, el miedo nos sobrecogerían a todos.

Setenta millones es, precisamente, la cifra de muertos que provoca el aborto en el mundo. Si los ucranianos que han fallecido, han sido heridos o han tenido que huir son inocentes, los niños asesinados en el vientre de sus madres lo son tanto o más.

¿Y que diríamos si, de los cadáveres destrozados por las bombas en Ucrania se extrajeran los órganos vitales que aún pudieran ser usados para trasplantes?

Sin duda, llegaríamos a la conclusión de que la Humanidad ha dejado de ser humana para convertirse en un loco y suicida sucedáneo de sí misma.

Pues eso es exactamente lo que pasa con los niños abortados: muchos de ellos se trocean para venderse a precios muy elevados, para que los ricos que pueden pagar mejoren su salud o prolonguen un tiempo su vida.

A veces llegan noticias desde China que nos estremecen: centenares de presos son ejecutados para obtener sus órganos y venderlos para trasplantes o, simplemente, se les deja vivos mientras se les van quitando uno a uno esos órganos.

Pues bien, Occidente no es tan diferente de los desalmados chinos, con la diferencia de que entre nosotros -y no sólo en Occidente, por supuesto- esa carnicería se lleva a cabo con niños.

La crueldad de este mundo inmoral llega hasta el extremo de que ha sido aprobada en el parlamento del Estado de California una ley que permitirá dejar morir a los niños que ya han nacido, hasta 28 días después del parto. Ha sido legalizado el infanticidio.

Las multinacionales abortistas están exultantes, pues de este modo podrán ofrecer más productos humanos que les conseguirán aún más cuantiosos beneficios.

Lo mismo que ya se ha extendido la práctica de los vientres de alquiler (y Ucrania es una potencia en el negocio), pronto se producirán embarazos selectivos, no para dar a los recién nacidos en adopción, sino para trocearlos y venderlos al mejor postor. A eso llegaremos, porque a eso estamos ya llegando.

La misión de la Iglesia es evangelizar. Su principal tarea es anunciar que Dios es amor, que hay vida eterna y que para alcanzar la misericordia divina es necesaria la conversión. Su principal servicio a la Humanidad es ése, ligado indisolublemente a la celebración de los sacramentos.

Hacer de la defensa de la familia, de la vida del no nacido o del anciano la principal tarea de la Iglesia sería un error, pero también, y muy grave, sería olvidar que setenta millones de seres humanos inocentes son sacrificados cada año. Claro que no basta con conseguir que los amenazados con el aborto nazcan o que los amenazados con la eutanasia puedan morir con dignidad, (sino que) también hay que vivir con esa misma dignidad.

Pero para poder hacerlo, para poder cobrar salarios que permitan sostener a la familia, para poder vivir en tu propio país y vivir en paz y en libertad, primero hay que nacer. Por eso, después de la evangelización, la defensa de la vida es el primero, aunque no sea el único, servicio social que la sociedad necesita de nosotros.

Hay setenta millones de víctimas inocentes al año. Hacer todo lo posible para que esa matanza termine, es un deber humano y católico.

Es absurdo pensar que defender la vida es de conservadores y la defensa de los derechos laborales es de liberales. Como católicos, después de la evangelización, debe venir la lucha contra el aborto y la eutanasia, tanto como la defensa de los derechos de los oprimidos. Siempre teniendo en cuenta que para que un día el hombre pueda reclamar un salario justo, primero tiene que haber nacido.

Hay setenta millones de víctimas inocentes al año. Hay setenta millones de razones para que hagamos todo lo posible para evitarlo. Y eso, precisamente, porque amamos al Dios que ha creado a esos hombres, que es el que nos pide que no nos quedemos de brazos cruzados, porque el grito de esos inocentes llega cada día a sus oídos.
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P. Santiago Martín

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