Volver a empezar

— P. Santiago Martín
(Franciscanos de María)

Las palabras del cardenal Koch, presidente del Dicasterio para la Unidad de los Cristianos, afirmando que la Iglesia no puede aceptar otra fuente de Revelación que no sean la Escritura y la Tradición, han molestado mucho a los “catoprotestantes” alemanes.

La excusa para justificar su enfado es que el cardenal ha comparado la aceptación de la opinión del mundo como fuente de revelación con lo sucedido en una parte de la Iglesia católica en Alemania durante el nazismo. El presidente del Episcopado alemán ha reaccionado de forma agresiva y el cardenal ha tenido que pedir perdón bajo la amenaza de una denuncia ante el Santo Padre, lo cual es de por sí muy significativo.

Pero más allá de la comparación usada por Koch, lo importante es la denuncia de lo que se está introduciendo en la teología católica como algo que debe ser asumido para reformar tanto la moral como el dogma: Dios habla a través del pueblo, lo cual significa que la opinión pública -tan fácilmente manipulable y cambiante- va a ser desde ahora el criterio fundamental para decidir qué es bueno y qué es malo, qué es verdadero y qué es falso.

Aceptando esta premisa, la rendición al mundo será completa, pues la opinión pública como fuente de revelación tendrá primacía sobre las otras dos fuentes, la Escritura y la Tradición, que quedarán relegadas a figuras decorativas, recuerdos de un pasado que ya no influye en el presente. Lo que el pueblo diga, lo que la mayoría diga, eso es la verdad. Lo que haya dicho Jesucristo ha dejado de tener importancia si ya no coincide con lo que diga la gente.

Pero lo más grave no es que desde un sector de la jerarquía de la Iglesia se argumente y se presione para conseguir el sometimiento a los políticos y al mundo. Lo peor es que posiblemente la mayoría de los católicos practicantes está convencida de que eso debe ser así.

Entre esos católicos practicantes -y no sólo en Alemania, en Bélgica o en Suiza- es frecuente escuchar frases como ésta: “La Iglesia tiene que modernizarse” o “La Iglesia tiene que ponerse al día”. Y no lo dicen en el sentido de que hay que usar más y mejor los medios de comunicación para evangelizar, sino en el sentido de que hay que abandonar los antiguos criterios que decidían qué está bien y qué está mal para asumir lo “moderno”, lo que dice el mundo.

Aunque no lo formulen teóricamente, han asumido ya el principio de que es la opinión pública la que debe primar sobre la moral católica, especialmente en lo concerniente a la moral sexual y a la moral de la familia y de la vida, pero no sólo en ellas.

¿Cómo es posible que se haya llegado a esto?

En América se dice desde hace tiempo: “Católico ignorante, seguro protestante”, y se aplica al continuo paso a las sectas por parte de tantísimos católicos.

Pero esa frase se puede aplicar con un rigor aún mayor a muchos que aún siguen siendo católicos. La ignorancia y la presión del mundo les ha llevado a sucumbir no ante la teología de las sectas, sino ante la teología de los “catoprotestantes”. En teoría, para todos ellos, Cristo sigue siendo Dios y hombre verdadero, pero su ignorancia les impide ver que poner la opinión del mundo por encima de lo que enseña Jesucristo implica considerar que el Señor se ha quedado anticuado y, por lo tanto, que su enseñanza no es divina sino meramente humana.

Lo que está de fondo, donde se da la verdadera batalla, por lo tanto, es en la aceptación de la divinidad de Cristo. Si Cristo es Dios, su mensaje no puede ser cambiado ni sometido a lo que diga la gente. Si Cristo no es Dios, no tiene ningún sentido la Iglesia y, como tal, ha dejado de existir, más allá de la supervivencia agónica de sus estructuras.

Por eso es tan urgente la formación del pueblo de Dios y es tan urgente que todos comprendan qué guerra feroz se está librando. Ya lo dijo hace años Benedicto XVI: “Lo que antes sabían los niños, hoy no lo saben los ancianos”.

Pero ¿de quién es la culpa de esta ignorancia? Durante décadas se ha enseñado una catequesis basada en el principio “a mí me parece que”, en lugar de una catequesis que escuchara la Palabra de Dios como referente supremo y enseñara al católico a ser fiel a ella.

Ahora pagamos las consecuencias de esta pésima formación, con un pueblo que ya no distingue no sólo la diferencia entre ser católico y ser protestante, sino la diferencia entre ser un católico que cree en la divinidad de Cristo y ser un ateo que cree que lo que diga la televisión o lo que digan los políticos es la verdad suprema.

Hay que volver a empezar, con espiritualidad y con formación, para salvar del naufragio todo lo que se pueda.
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P. Santiago Martín

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