Socialismo desplaza al libre mercado; gobiernos paralizan economías

Thorsten Polleit
«Cortesía de la Biblioteca Ludwig von Mises»

El mundo parece estar en llamas. Hace un par de meses, el auge económico estaba todavía firmemente establecido, la producción se expandió y el desempleo disminuyó. Sin embargo, todo cambió con la llegada del coronavirus o, para ser más precisos: las cosas se pusieron muy feas con los cierres dictados por los políticos.

Ante la propagación del coronavirus, los gobiernos de muchos países ordenaron a las tiendas y empresas que cerraran y a la gente que se quedara en casa.

El resultado inevitable de esta decisión fue el casi completo colapso del sistema económico, ya que cientos de millones de personas se vieron sumidas en la más absoluta desesperación; sólo en la India 120 millones de trabajadores perdieron su empleo en abril de 2020.

El colapso económico hizo caer en picada el sistema de papel moneda sin respaldo. Toda la pirámide de crédito estaba a punto de derrumbarse. Para evitar que esto ocurriera, los gobiernos y sus bancos centrales hicieron «todo», proporcionando enormes cantidades de dinero para pagar los ingresos perdidos de las personas y los beneficios evaporados de las empresas.

Por supuesto, los gobiernos no tienen el dinero que han prometido gastar. Los bancos centrales han empezado a utilizar las imprentas electrónicas, emitiendo grandes cantidades de dinero de reciente creación en el sector bancario y financiero y también inyectando nuevos saldos en las cuentas de las personas en los bancos. En otras palabras: a medida que la producción se contrae fuertemente, la cantidad de dinero aumenta con fuerza. Esta es, sin duda, una política inflacionaria.

Otro resultado del aumento de la masa monetaria es la redistribución de los ingresos y la riqueza entre las personas. No todas las personas recibirán al mismo tiempo una parte del dinero recién creado, ya que habrá receptores tempranos y receptores tardíos. Los primeros pueden comprar bienes y servicios a precios inalterados; los segundos, sin embargo, salen perdiendo, pues comprarán a precios ya elevados. Como resultado, los primeros receptores del nuevo dinero se hacen más ricos que los segundos receptores. La inyección de dinero, por lo tanto, equivale a una redistribución de los ingresos y la riqueza.

Se puede esperar que los bancos, la industria financiera, las grandes empresas y los gobiernos, así como sus séquitos y beneficiarios cercanos, estén en el lado ganador. En cambio, se puede esperar que las empresas medianas y pequeñas, el empleado medio y los pensionistas estén en el lado perdedor. En todo caso, la impresión de cantidades cada vez mayores de dinero aumenta la desigualdad económica.

Ya no es el trabajo duro, el ingenio, la frugalidad y la orientación al consumidor por parte del individuo lo que determina su destino económico, sino la cercanía a la imprenta de dinero del banco central y el cumplimiento de los requisitos para recibir los favores del gobierno.

En tiempos de expansión económica, la oposición y la protesta contra la injusticia social que conlleva la impresión de dinero son tenues, porque la mayoría de la gente ve cómo su porción del pastel aumenta al menos hasta cierto punto; pero, la misma impresión de dinero nuevo durante una recesión aumenta las protestas y sienta las bases para la oposición y la rebelión.

¿Oposición y rebelión contra qué?

La mayoría de la gente hoy en día culpa de la pérdida de empleos y de la grave situación de los ingresos al capitalismo. Argumentan que el capitalismo hace a los ricos aún más ricos y a los pobres aún más pobres y que el capitalismo es intrínsecamente inestable y causa crisis económicas y financieras recurrentes.

Sin embargo, esta es una interpretación totalmente falsa, en primer lugar, porque ni en Estados Unidos, ni en Europa, ni en Asia, ni en América Latina encontramos el capitalismo en el sentido puro de la palabra.

Los sistemas económicos de todo el mundo son sistemas intervencionistas. Los gobiernos han restringido en gran medida el funcionamiento de las fuerzas del libre mercado mediante impuestos, directivas, leyes y reglamentos.

Dondequiera que se mire, lo poco que queda del orden capitalista está bajo asedio y se elimina aún más. Un punto bastante obvio es el sistema monetario, donde la producción de dinero ha sido monopolizada por los bancos centrales patrocinados por el gobierno, que entregan licencias a los bancos privados para participar en la creación de dinero que no está respaldado por ningún ahorro real.

La sólida teoría económica nos enseña que tal sistema monetario causa grandes problemas: es inflacionario, causa ciclos de auge y declive, hace que la economía se endeude en exceso y permite que el Estado se haga cada vez más grande, transformándose en el «Estado profundo». De hecho, no debería haber ninguna duda de que sin un sistema de papel moneda sin respaldo, los gobiernos de hoy no podrían haber llegado a ser tan grandes, invasores y represivos como lo son. El sistema de papel moneda sin respaldo es, por así decirlo, el elixir para crear un gobierno tiránico.

Desafortunadamente, los que culpan al capitalismo están ladrando al árbol equivocado, ya que la creación de dinero inflacionario, las dificultades económicas y el aumento de la desigualdad son resultados directos del intervencionismo estatal y no del capitalismo, pues el sistema de libre mercado fue reemplazado por un sistema de decretos y prohibiciones.

Con este telón de fondo, surge la pregunta: ¿Cómo es que la gente le echa toda la culpa al capitalismo en vez de al intervencionismo-socialismo?

Por supuesto, existe esta cosa llamada «mentalidad anticapitalista». A mucha gente no le gusta el capitalismo, porque bajo el capitalismo, aquellos que sirven mejor a la demanda de los consumidores son recompensados económicamente: obtener un beneficio es el resultado de haber producido algo que otros quieren comprar. Los que tienen menos ganas de servir a sus semejantes deben conformarse con ingresos más bajos. Esta verdad inevitable es el caldo de cultivo del resentimiento, la envidia y la maldad. Y estas emociones pueden ser instrumentalizadas muy fácilmente por los demagogos.

Aquí es exactamente donde entra la ideología socialista, que apela y atiende a los resentimientos de la gente, señalándole al capitalismo como el culpable de su insatisfacción; y por otra parte, haciéndole creer que las políticas anticapitalistas y los programas socialistas son beneficiosos.

Sin embargo, éste no es sólo un momento de crisis económica; en retrospectiva, también puede parecer un empate entre las fuerzas que quieren avanzar hacia el socialismo y las que intentan retroceder hacia el capitalismo, y tal vez también como una oportunidad para emprender un revolución social contra contra el socialismo invasor en forma de gobiernos cada vez más grandes y más poderosos. Una revolución en la que la gente busque recuperar el control de sus vidas, poniendo fin a las ideologías de izquierda, llámese «globalismo político», «intervencionismo» o un abierto «socialismo».
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